17 Mar 2025
J marzo, 2025

La crispación

Baltasar Rodero

Todos hemos observado que la naturaleza tiene su asiento, y que cuando el hombre lo altera por las causas que fueren, aquella, en algún momento lo reivindica, para ocupar su espacio. Lo observamos en ocasiones de riadas, inundaciones, en las erupciones volcánicas. La naturaleza jamás se rinde, persiste, está ahí, durmiente, o descansando, pero cuando despierta, habla alto y fuerte, adueñándose de lo que es suyo, provocando en la mayoría de los casos grandes destrozos.

En alguna circunstancia, cauces secos en ausencia de agua, pero que en algún momento acunaron muchos metros cúbicos de la misma, son ocupados por edificaciones diversas, u otro tipo de construcciones al servicio del hombre, o la falda de algún monte es invadida, esquilmada y ocupada por urbanizaciones, complejos deportivos, naves industriales, terrenos productivos… sabiendo que no nos pertenecen, y contraviniendo con ello el equilibrio natural, de tal forma que, en el momento en el que despierta la naturaleza, se provoca la recuperación, de todo aquello que se ha ido situando en un lugar que no es el suyo, destruyendo o aniquilando la mano del hombre. Se trata en el fondo de un enfado, de una contrariedad, de una pérdida del equilibrio recuperado. ¿Quién en Castilla no ha visto una piara de jabalíes con sus crías, paseando por carreteras o autopistas como si se tratara de sus caminos naturales, o al lado de los Picos de Europa, o en las estribaciones de los pirineos, lobos cerca de las aldeas, o incluso en los aledaños de las mismas, con la acometida periódica del ganado como alimento, u osos en diferentes aldeas de Australia, husmeando en los basureros, o incluso invadiendo alguna viviendas o bajos?

Filosóficamente se mantiene, que el ser humano forma parte de la propia naturaleza, que es una parte específica de ella, y que se mueve en armonía de la misma, de tal forma que, una mala pisada de aquel, puede provocar una pérdida de equilibrio de ésta, cuya expresión es un movimiento en busca de su equilibrio, un movimiento que puede ocasionar enormes catástrofes, hasta que la propia naturaleza alcance el equilibrio perdido. Desgraciadamente cada día vivimos más ejemplos. Esta lucha de la naturaleza, en la que se acumulan periodos de silencio, junto a otros ruidosos, extraños y rompedores, es soportada por las personas, en las que generalmente se puede observar cierto malestar, incluso irritación, enfado, cuanto se entabla un diálogo, y penetras en espacios mimados e íntimos para uno de los intervinientes, mueves su cauce natural, su forma de ser con los otros, y la respuesta no respetará el tono normal del discurso, surgiendo asintonías más o menos bruscas. El malestar se puede incrementar, e incluso llegar la explosión o destrucción.

Nuestro vocabulario se ha ido modificando a lo largo de los tiempos, los modelos de comunicación han ido sufriendo cambios, de tal forma, que hoy se componen de formulismos, de lugares comunes generalmente neutros, además de respetados por todos, aunque se coincide en que son insípidos, pero cuando profundizamos sobre este relato, y surge un desacuerdo, la respuesta es la tensión, irritación, o el malestar, pudiendo caminar hacia una falta de control, y eructar un improperio, o algún tipo de respuesta más severa y grave.

El camino natural del individuo se dirige hacia la conservación del equilibrio, en el que se ha alcanzado cierto tipo de confort, todas nuestras energías van encaminadas a la permanencia de este estado, por eso disponemos de un ejército de defensa en nuestro interior, que se enfrenta siempre a cualquier enemigo, que pretenda invadirnos, o infestarnos, por lo que el cuerpo está siempre en guardia, se mantiene vigilante frente a cualquier invasión, siempre preparado para responder. Ocurre igual a nivel de la sociedad, los demás potencialmente pueden ser nuestros enemigos, se pueden introducir en nuestro propio cauce. En ocasiones tenemos paciencia y lo permitimos, no lo sentimos con especial peligro, pero puede que en el transcurso del tiempo respondamos con brusquedad. Cuando esta lucha se hace permanente, cuando ocupamos espacios que no nos pertenecen de forma continua, cuando superamos constantemente nuestro propio lugar, la tensión se hace presente de forma continua, de tal forma que, ante cualquier movimiento, la respuesta puede ser intempestiva; pensamos que nos atacan, que nos invaden o destruyen, y “disparamos” desde la pérdida de la serenidad.

La inercia nos dirige hacia el encuentro de nuestro lugar, nuestra identidad personal y social, y respetar al resto de identidades, sabiendo que sus derechos y obligaciones son equivalentes a los nuestros, y que la lucha no es entre nosotros, sino contra aquello que nos puede afectar a todos.

Fuente: Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2025