Aprovechando algún acontecimiento, cada tres o cuatro meses, un grupo de colegas venimos hace tiempo, respetando una tradición muy querida por todos, se trata de una comida tranquila y relajada, discretamente regada, y largamente dialogada, llena siempre de recuerdos y anécdotas, en un ambiente distendido y alegre, como es lógico.
Generalmente, a lo largo de la misma surge algún comentario, especialmente referido a los últimos acontecimientos que han sacudido de algún modo, nuestra tranquilidad social, en este caso alguno puso sobre la mesa, un hecho repetido en muy pocas semanas, y que nos conmovió, a la vez que llegó a todos los rincones. Dos madres, parece que habían participada en el fallecimiento de sus respectivas hijas, de escasos años.
En uno de los casos, una madre fue observada en el alféizar de una ventana, con sus ojos extraviados, la mirada perdida, y con la intención de deslizarse y caer sobre el vacío, donde encontrar la muerte, y la otra, se sospecha que provocó fuego en la vivienda que compartía con su pequeña hija, falleciendo ambas. Los motivos, en el momento que escribo este relato, se desconocen.
De una de ellas ha trascendido, que estaba separada, y que al día siguiente del suceso, tenía que entregar la niña a su padre, en estos momentos se ignora cualquier otro dato al respecto.
Ante estos sucesos tan dramáticos, lo normal es preguntarse, ¿qué es lo que pasa por la mente de una madre, que con tanto cariño y esperanza, engendra a una hija, que protege y quiere desde el mismo momento de la concepción, que puede ofrecer su propia vida sin pensarlo, por ella, que se regala y sacrifica con ilusión y alegría, que se vacía en el amor, ternura y protección , y que en ocasiones, sin embargo, es capaz de acabar con su vida, de segar toda su existencia, de hacerla desaparecer de este mundo?.
Excluyendo la posibilidad de un brote psicótico, o de un estado en síndrome de abstinencia, o un trastorno grave de personalidad, en el que se dé un trastorno del control de los impulsos, al que se sume algún consumo de tóxicos, lo más probable es que se trate, teniendo en cuenta su alta incidencia, y la singularidad de las situaciones, de un cuadro depresivo grave, o un trastorno del humor, o del estado de ánimo.
El trastorno depresivo, además de tener una alta incidencia en la población general, en España la sufren más de dos millones y medio de personas, una de cada cuatro mujeres, y uno de cada nueve hombres, la padecerán a lo largo de su vida, es un cuadro clínico, en ocasiones muy grave, además de incapacitante, por su plural y rica sintomatología.
Afecta a la persona en su conjunto, en su totalidad, manifestándose a través de síntomas físicos y psíquicos, se trata de un rosario de síntomas todos ellos dolorosos, que afecta gravemente el comportamiento de la persona que la sufre, separándole lentamente de su itinerario normal, llegándole a arrinconar, e impregnando su existencia de quejas permanentes.
El paciente se siente desolado, apático, sin ganas e ilusión, sin deseo alguno, sin capacidad para reaccionar frente a los acontecimientos, no puedo llorar, dicen de forma reiterada, “no tengo ganas de hacer nada, no puedo salir de la cama, es el lugar donde me encuentro mejor, me siento inútil, incapaz de tomar una decisión, inseguro desnortado, vivo con en la superficie, como flotando, sin entender o comprender y sin memoria, soy una carga, no valgo para nada, sólo doy trabajo, quisiera desaparecer, cuantas veces he deseado la muerte”.
Todo esto lo empeora, la incomprensión por parte de todos o casi todos, familiares, amigos, vecinos, sumándose además, a la incomprensión, los consejos o expresiones más negativas y dolorosas, “lo que tenias que hacer, comentan familiares amigos y vecinos, es salir, pasear, distraerte, intentar pasártelo bien, cómo no vas a estar mal, estando todo el día en la cama y en casa encerrada”.
Esta actitud, que es la normal entre las personas de su alrededor, y que es expresada con los mejores deseos, provoca un empeoramiento de la sintomatología. Porque el paciente, en la mayoría de las ocasiones, no tiene una explicación para lo que le ocurre, y como tampoco la tienen las personas que la quieren, se siente aún más extraña, más rara, más incapaz y mas culpable, de aquí que la solución definitiva sea la desaparición, de tal forma que un 17% de los episodios depresivos graves terminen en el suicidio.
Este sentimiento de pena, dolor profundo y tristeza, esta nebulosa dramática que la asfixia, la agota y la incapacita, provocando un sufrimiento imposible de superar, en algunos casos se proyecta sobre los hijos, aumentando con ello su dolor, al sentirles objeto del mismo en este mundo tan cruel, de aquí que en el deseo de evitarles tal agonía, fantaseen con la posibilidad de liberarles de la misma, mediante un suicidio compartido, que pueden ejercer, como único medio de superación del dolor profundo en el que viven.
Esta actitud, como respuesta ante el dolor o martirio con el que la vida golpea en ocasiones, se puede ver exacerbada desmedidamente, cuando al irse solas, y dejar abandonados a los hijos, sospechan que pueden caer en manos malvadas, perversas, facilitando y precipitando la respuesta, de la búsqueda de la muerte en grupo.
Fuente Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra. Santander, julio 2023
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