La corrupción

La corrupción, no es un fenómeno moderno ni exclusivo de ningún país. Es un viejo mal que muta con el tiempo, adaptándose a las estructuras del poder como un virus que aprende a sobrevivir dentro del cuerpo que lo padece. En su esencia, la corrupción no es sólo el acto de robar o aprovecharse del cargo, sino una deformación moral, una enfermedad del alma colectiva que altera el sentido mismo de la justicia y del bien común. Es un microorganismo que silenciosamente erosiona la confianza social.

Proviene del latín corruptio, que significa “descomposición” o “putrefacción”. Pudre lo que toca, desde las instituciones hasta los vínculos humanos. En términos filosóficos, es la negación del deber y del respeto al otro, o una forma de egoísmo institucionalizado. Aristóteles ya advertía que, “cuando el interés privado prevalece sobre el público, el Estado está condenado”.

En la práctica, la corrupción es cualquier abuso de poder para beneficio personal. Es además una actitud, una manera de vivir al margen de la norma, con la seguridad de que nada ocurrirá. Es la cultura del “todo vale”, del “si no lo hago yo, otro lo hará” filtrándose así, en los gestos cotidianos: desde el pequeño soborno hasta el gran desfalco, expresándose en todos los niveles. En los despachos del poder, se viste de traje y firma contratos amañados; en las calles, adopta la forma de tráfico de influencias, de pequeñas trampas cotidianas. En los países donde se ha normalizado, ya no causa indignación, sino resignación, al convertirse en un reflejo cultural aprendido.

El sociólogo Zygmunt Bauman advertía que vivimos en una “modernidad líquida”, donde las normas se disuelven con facilidad y los valores se relativizan. En ese contexto, la corrupción se vuelve un comportamiento “racional”: el individuo que defrauda o manipula, lo hace convencido de que el sistema lo permite o incluso lo premia. Es la lógica del éxito sin mérito, del poder sin ética.En la sociedad actual, la corrupción no sólo genera desigualdad, sino que destruye la confianza, pegamento invisible que mantiene unidas a las comunidades. Cuando los ciudadanos perciben que los poderosos están por encima de la ley, se rompe el contrato social. La justicia deja de ser un derecho y se convierte en una ilusión.

Las causas de la corrupción son múltiples, pero todas remiten a una raíz moral: la falta de ética. Como señaló el filósofo español Fernando Savater, “la corrupción no empieza en los gobiernos, sino en las conciencias”. Allí donde el interés personal se impone sobre el deber cívico, la corrupción encuentra terreno fértil.A nivel estructural, la corrupción florece en los sistemas débiles, donde la transparencia es escasa y la rendición de cuentas un trámite vacío. Pero su caldo de cultivo es también la impunidad: cuando las sanciones no existen o no se aplican, el mensaje es claro. En las sociedades donde las oportunidades están mal distribuidas, la tentación de aprovechar el poder para obtener privilegios se vuelve más fuerte. Así, la corrupción no solo es causa de pobreza, sino también su consecuencia

Combatir la corrupción no es solo una cuestión de leyes, sino de cultura. Ningún código penal puede reemplazar la educación moral. La verdadera prevención empieza en la escuela, cuando se enseña que la honestidad no es ingenuidad, sino la base del progreso colectivo.En los países con menores índices de corrupción, como los nórdicos, la transparencia y la confianza son pilares del sistema. Allí, los funcionarios públicos saben que sus actos son fiscalizados y que los ciudadanos tienen derecho a exigir explicaciones. La tecnología, a su vez, ha abierto nuevas vías para la vigilancia ciudadana.

Pero nada de eso sirve sin una ética cívica profunda porque como decía Kant, “la moral no se aprende, se ejerce”. La corrupción se erradica cuando la sociedad deja de tolerarla, cuando el ciudadano común se niega a pagar un soborno o a justificar al corrupto “roba, pero hace”. La corrupción no se vence de golpe; se erosiona, como ella misma erosiona la confianza, requiriendo voluntad colectiva, coraje cívico y memoria histórica. Cada acto honesto, cada denuncia, cada política de transparencia es una vacuna contra ese virus invisible.

Quizás el mayor desafío sea recordar, que la corrupción no está “fuera”, sino también dentro de nosotros, en muestras actitudes cotidianas, en cada decisión personal o cívica que tomamos. Sólo cuando la honestidad vuelva a ser símbolo de prestigio, y no de ingenuidad podremos decir que una sociedad ha comenzado a curarse.

Fuente: Dr Rodero. Psiquiatra, Octubre 2025

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