
El narcisismo en nuestra sociedad, se ha convertido en una enfermedad moral, aquel Narciso que según la fábula se enamoró de su propio reflejo, muriendo al no poder separarse de él, obviamente es una advertencia contra la vanidad, que bien podríamos aceptarlo como una metáfora social. Aunque hoy no se da la contemplación en estanques, son la multitud las pantallas las que pueden ofrecer aquel reflejo que buscamos, convirtiéndose ese fácil y asequible reflejo, en el altar moderno del ego.
El perfil narcisista se define por una autoestima exagerada, una necesidad constante de admiración, y una notable falta de empatía, y todo ello sobre un patrón dominante de grandiosidad comportamental, junto con una búsqueda incesante de reconocimiento, y una tendencia a sobrevalorar los propios logros, por lo que la relación con los demás incluso consigo mismo, está distorsionada. El narcisista no busca tanto ser amado como ser admirado. Vive en un teatro, donde el público es más importante que el guion, donde las formas y la apariencia sustituye a lo auténtico, Baudelaire ya lo había intuido al escribir que “el amor propio es el opio de los miserables”, una droga que anestesia el juicio y la crítica, y abona una imagen ficticia. El narcisista se ama a sí mismo, pero de un modo defectuoso: no se ama por lo que es, sino por la imagen que proyecta de sí. Su identidad se convierte en un escaparate.
Obviamente genera siempre vínculos inestables. La falta de empatía impide una conexión real con los demás: el otro deja de ser un ser humano para convertirse en un espejo. El narcisista ama mientras es admirado, escucha mientras es halagado, ayuda mientras ésta, sea del tipo que sea, le engrandece. Por ello, cuando la relación deja de servir a su propósito de validación, se desintegra. De esta forma, al final el narcisismo nos lleva a la soledad, pero no a la soledad buscada y fecunda del espíritu reflexivo, sino a la soledad vacía, fruto del aislamiento emocional. Socialmente el impacto del narcisista es más profundo, la sociedad actual centrada especialmente en la visibilidad y el rendimiento, tiende a premiar los rasgos narcisistas; la ambición desmesurada, la seducción verbal, la permanente auto exposición. La cultura del éxito en la que vivimos convierte al narciso en virtud. De tal forma que, el liderazgo se confunde con la arrogancia, la confianza con la soberbia, la comunicación y el contacto con el espectáculo. En la política el narcisista es, el orador que busca aplausos y premios, antes que soluciones; en la empresa, el directivo que se atribuye los méritos ajenos; en las diferentes redes sociales, el usuario que mide su valía en “me gusta”.
Sin embargo, esta exaltación entraña consecuencias devastadoras, cuando el reconocimiento se convierte en la medida del valor, la empatía y la cooperación se hacen más frágiles, surge la rivalidad, y la frustración se cronifica. La psicología positiva ha demostrado que la felicidad duradera, se basa en vínculos auténticos, reales, además de en el propósito y la gratitud, jamás en la autoidolatría. Pero el narcisista atrapado en su propio reflejo, no puede mirar más allá de sí mismo. Su deseo de admiración es insaciable, cada aplauso genera la necesidad del siguiente, y así sin fin.
Filosóficamente el narcisismo es la negación del límite, Kierkegaard lo habría descrito como la desaparición del yo, que quiere ser su propio Dios; Nietzsche, como la embriaguez de la voluntad de poder, y Fromm como el amor dirigido hacia el objeto más pobre de todos, uno mismo. En todos los casos se observa el mismo resultado, el yo se devora a sí mismo en su intento de conseguir ser infinito.
En el ámbito social, el narcisismo tiene implicaciones éticas, cuando la sociedad celebra al que brilla y no al que contribuye, la sociedad se erosiona, se quiebra, se debilita. La educación se orienta hacia la competencia, la política hacia la imagen, y el trabajo hacia el rendimiento individual. Sustituyendo la cooperación por la autopromoción, y la ética por el marketing personal, ocasionando así, individuos desconectados, donde cada uno se exhibe, pero nadie se mira realmente. La respuesta, siempre que se pueda realizar, porque es discutible, pasa por recuperar el valor de la humildad, la escucha y la alteridad. Entender que la identidad no se construye frente al otro, sino con el otro, que la belleza del ser humano no se sitúa en su reflejo, sino en su capacidad de reconocer y amar, lo que está fuera de sí. Así quizás no muera frente al agua, disolviéndose su rostro por la corriente de esta. El mayor acto de rebeldía es el dejar de contemplarse.
Fuente: Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2025
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