Cada vez son más frecuentes en consulta casos clínicos de adolescentes que sufren «fomo», la fiebre por estar al tanto de todo lo que ocurre en Internet para no sentirse aislados.

Muchos conocerán esa sensación. Esa alerta fantasma de WhatsApp que nos hace mirar el teléfono cuando en realidad no hay notificación alguna. Ese chequeo constante de Facebook por si alguien nos reclama. El revisar una y otra vez los ‘trending topics’ para estar a la última de lo más hablado en Twitter.

Esta obsesión por estar al tanto de todo lo que sucede en nuestra vida 2.0 ya tiene nombre y acrónimo anglosajón. Es el FOMO, ‘fear of missing out’, ‘miedo a perderse algo’. Es el temor a la exclusión por desconocimiento, que se solventa con el repaso continuo de lo que publican nuestros contactos. «Hace que estemos todo el día pendientes de internet, especialmente de las redes sociales. Queremos saberlo todo, algo prácticamente imposible. ¿Cómo vamos a estar al día de todo lo que le sucede a más de 200 amigos?», inquiere Urko Fernández, director de proyectos de Pantallas Amigas, iniciativa que promueve el uso saludable de las nuevas tecnologías.

Un estudio del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud publicado el pasado 23 de octubre confirma el asentamiento del fenómeno. El documento revela que el discurso general de los adolescentes -los más afectados- es que «quien no esté ni use redes sociales quedará abocado al olvido del grupo […] que asume con aparente naturalidad los procesos de marginación». Y sigue: «Articulan de tal forma sus relaciones, que la temporal ausencia de las redes (se estropea el ordenador o el móvil, o lo olvidan en casa) les hace sentir una verdadera incomunicación».

A pesar de todo, desde Pantallas Amigas insisten en que el FOMO no es una adicción como tal, «sino un problema asociado a internet». «La red no es el origen en sí, sino que viene dado por falta de autoestima o por un problema de obsesiones que empeora con el uso de las redes sociales», explica su director de proyectos.

¿Y por qué compensamos la falta de amor propio por estos lares? Por el mecanismo de recompensa. «Damos a conocer un aspecto de nuestra vida, y recibimos atención a cambio. Por cada ‘like’ o comentario segregamos dopamina, una hormona asociada con el placer», explica Fernández. Este incentivo, en el que entra en juego un componente químico, sí que puede generar un enganche. Hasta tal punto, que hasta podrá cambiar nuestra conducta. «Solo publicamos lo que nuestra audiencia quiere ver y lo limitamos a la parte más exitosa de nuestra vida. Nos convertimos en un personaje». Esta necesidad por mostrar nuestra mejor cara desemboca en una situación insana para los más jóvenes, al mismo tiempo, lo más afectados. «Crea una cantidad de estrés que afecta a sus cerebros en desarrollo. Además, acarrea el coste psicológico de no trabajar sus miedos, porque se les condena si muestran su lado ‘malo'».

INFOXICACION

Para ayudar a superar el FOMO, primero hay que reconocer los síntomas. «Se descuidan otras actividades, se pierde la concentración en otras tareas y no se descansa, como cuando llega un mensaje a las tres de la mañana y lo atiendes. En definitiva, te vuelves un esclavo de tu perfil digital». Esta falta de descanso, a su vez, acarrea otras consecuencias, como la pérdida de creatividad, de capacidad de respuesta o de cumplir con otros compromisos. Que por cierto, a esto de quedarse hasta las tantas conectado también ha sido bautizado: es el ‘vamping’, por el símil de estar despierto por la noche cual vampiro.

El ‘miedo a perderse algo’ trae como consecuencia última otro fenómeno de nombre extraño: la ‘infoxicación’. «Es una saturación de información de todo lo que pasa en el mundo. Al final nuestro cerebro no es capaz de centrarse e incluso dejamos de responder ante algo que nos debería emocionar», define el de Pantallas Amigas.

Para aquellos padres preocupados, ¿cuál es el protocolo a seguir? Fernández admite que no existen patrones claros. «No es lo mismo dos horas con el WhatsApp que dos horas con un libro electrónico. En todo caso, habría que medir cómo evoluciona todo lo demás: si el chaval se relaciona con sus amigos, si hace deporte, si es capaz de concentrarse en una tarea…». Y como todo, cree que cuanto antes se establezcan ciertos límites, mejor. Eso sí, hay que entender el por qué de las reglas que se imponen. «Hay que saber vivir a través de las tecnologías para saber cuándo no están siendo equilibrados».

A los que opten por retirarles el móvil de cuajo, craso error. Tal y como señala Urko Fernández, las nuevas generaciones han crecido de la mano de la tecnología, «es parte de su identidad y lo que les hace sentirse dentro del grupo». Aunque nosotros podamos vivir sin algunos gadgets, ellos no, y es ahí donde también debemos incidir. «Tienen que aprender que no pasa nada si se pierden algo, que no pueden estar siempre disponibles. Tienen que entender la vida de una forma menos tecnológica y aprender a hacer cosas sin ella». En resumen, no hay que volver al modo de vida previo a los ‘smartphones’, «solo hacerles ver que no se puede depender en absoluto de ello».

Un mensaje equivocado

Pantallas Amigas trabaja con adolescentes por una inclusión sana y constructiva de la tecnología en su vida diaria, por lo que advierten del «mensaje equivocado» que podrían estar recibiendo. «Si les decimos que los aparatos electrónicos son ‘adictivos’ y ven que no pasa nada malo, pueden llegar a pensar que ocurre con lo que sí lo es».

«La tecnología abre muchas puertas, y no son todas malas», dicen desde la fundación, que tratan de hacer ver a los más mayores que los que vienen después ya no vivirán como ellos. «No es que hayan olvidado cómo relacionarse en persona, es que no lo han aprendido como nosotros. Hay estudios que demuestran que incluso sus cerebros se han desarrollado de manera diferente, son más multitarea. El cambio ha sido muy rápido, y los adultos seguimos viviendo en el mundo anterior, por eso hay tanto conflicto entre unas generaciones y otras». Y ni lo uno, ni lo otro. El secreto para la supervivencia en la era de las redes «es el equilibrio».

Fuente: El Diario Montañés: Eider Burgos