09 Jul 2020
J julio, 2020

Cuando el amor acude tarde

Baltasar Rodero

Hace unos días, disfrutando alrededor de una mesa junto a unos amigos, como siempre suele ocurrir, más allá de los postres, dieron comienzo los comentarios reposados de todo tipo, aunque normalmente, están enraizados en hechos recientes y singulares, ocurridos en nuestro alrededor.

Uno de los presentes puso sobre la mesa, de forma especialmente jocosa, el tema del amor tardío, es decir, aquel que surge y se expresa en la tercera o cuarta edad. En principio hizo un repaso a algunas situaciones aireadas en revistas, para más tarde hacer referencia expresa, a una persona conocida por casi todos, y que definió como seria, rigurosa y discreta.

Una joven mujer, situada en el principio de la década de los cuarenta, huérfana de padre, quedó sola por el fallecimiento de la madre. Mantenían ambas desde hacía años, la mejor relación con un vecino, de más de setenta años, éste, ante la situación personal de la joven, profundizó en el acercamiento, las visitas y atenciones se hicieron más frecuentes, naciendo así una cierta vinculación de respeto, a la vez de confianza, pero cada día más cercana y afectiva, ambos se sentían solos.

Esta relación, que se inició desde un sentimiento de confianza y soledad que ambos sentían, fue creciendo en el tiempo, surgiendo entre ambos una sincera confianza, cierto bienestar y complicidad, decidiendo, después del transcurso de un año, iniciar una relación de pareja.

Obviamente, la sorpresa por lo inesperado fue muy grande, especialmente para los hijos del varón, llegando incluso a presionar al padre, para que acudiera a un psiquiatra, para que certificara su estado de salud mental, pues en principio se les hacia increíble su actitud, que califican de locura.

Se trata de una persona entrañable, generosa, amable, educada, y muy sociable, con gran cantidad de amigos, y amplia trama social, que hacía una vida normal, bien instalado y adaptado, y que en el sótano de la vida, sentía “frio”, e incluso marginación, y que una persona joven, alegre, comunicativa, amable y cariñosa, también sola y sin apoyos, había sabido entender y compartir sus necesidades, se habían dado compañía, y de forma especial altas dosis de esperanza, y esto les había estimulado, hasta sentir esencial ese sentimiento de comunicación.

La empatía entre ellos fue en aumento, cada día compartían más horas, hablaban de todos los temas, comenzaron a disfrutar de su soledad, ella vivía sola y carecía de familia cercana, de tal forma que ambos encontraron mutuo consuelo en la compañía, en el afecto, en el calor, y la confianza. La comprensión, había surgido.

Había nacido un sentimiento de placer, de satisfacción, de plenitud, de felicidad y de esperanza compartida, de amor, que surge siempre de forma inesperada, por una explosión empática, que crece y se desarrolla, sin pretenderlo, que se suscita y requiere el alimentado de permanentes encuentros, así como de las caricias de las fantasías, que se proyectan en un futuro cierto, y armonioso. Es la fuerza del espíritu, en la búsqueda de la supervivencia, junto a la necesidad de placer, sencillo y amable en el otro, es el amor, es un verdadero regalo tierno y delicado.

El amor, que no es propiedad de edades, ni patrimonio de décadas, nace cuando nace, sin buscarlo, incluso sin desearlo, y se siente, cuando se siente, en toda su energía, no pudiéndose camuflar, fingir, enmascarar, ni mucho menos negar. En la adolescencia se trata de un acto de enamoramiento, o intoxicación circunstancial y transitoria, en el adulto joven, tiene un componente de conveniencia, de medida, de meditación, siendo más puro en la persona mayor, es más generoso, y podría decirse desnudo, sin artefactos, ni armaduras, ni mucho menos engaños o enmascaramientos.

La situación, en principio penosa por el rechazo, no solo familiar, sino social, es muy común, no tiene nada de singular, nos negamos a admitir que el ansia de vida persiste en nosotros, que no nos rendimos, que deseamos y luchamos por hacer nuestra estancia en esta vida, más grata, más prolongada, y que nos toca aplaudir, cuando este brote es limpio y generoso.

Venimos asistiendo, de forma cada día más frecuente, a tensiones familiares, e incluso a desencuentros, en ocasiones graves, fundamentalmente por una actitud hipócrita, “del qué dirán”, “que lectura harán nuestros amigos y conocidos de la situación”, y lo que es peor, por el miedo a perder lo que entendemos que es nuestro, el patrimonio del padre en este caso.

Sin darnos cuenta, ciegos por estos argumentos, vetamos, o hurtamos la libertad de nuestros padres mayores, les prohibimos ser felices, vivir con cierto placer y bienestar, el resto de los pocos años que normalmente les queda, les amputamos afectivamente de forma grave, precipitando con ello un estado de soledad, y lo que es peor, su autoestima y libertad.

Deseo subrayar, que solo la autonomía y la libertad unidas, pueden propiciar felicidad, y que ésta puede fructificar limpiamente, cuando en nuestro camino encontramos alguien con quien compartir. Los hijos están en su mundo, tienen su vida propia, y ello implica que tienen sus problemas, de aquí que aunque lo deseen no pueden atender, las necesidades de los padres.

Pensemos además, que la vida sólo se apaga, cuando se apaga, y mientras esto ocurra, los sentimientos no envejecen, se ama y se odia con la misma intensidad en cualquiera de las décadas de la vida. Escuchemos, observemos, estemos atentos y vigilantes, y de la severidad o rigidez, pasemos a la comprensión, adaptación y apoyo.

Autor Dr Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander, Julio 2020