Parece inverosímil que un hecho, tan cotidiano por lo natural, que convive con nosotros desde que nacemos, que sucede a nuestro lado, que es familiar y cercano, y sabiendo que todos hemos de sufrirlo, cause tanto dolor, tristeza, destrozo social, dramatismo, etc. Ante la muerte de un ser querido, generalmente a todos nos une una respuesta con un perfil muy afín, perfil que se suscita de forma automática, que no se elige, por lo menos en sus primeras fases.
Lo primero, es el dolor de la ausencia, que puede enmascararse como rabia, enfado, frustración, incluso agotamiento. Se pierden las ganas de luchar, nada tiene sentido. Con el tiempo, generalmente antes del año, todos nos hemos incorporado a la vida normal, siempre que sintamos apoyo, solidaridad, comprensión, y nuestra vida discurra por cauces de normalidad.
Se han descrito en este trayecto de reposición, la existencia de algunas fases concretas, negación, resistencia, aceptación, adaptación, pero que pueden o no, estar presentes, de tal forma que cada individuo va a elegir de acuerdo con sus recursos, emocionales y ambientales, su camino. Lo cierto es que todos disponemos de la capacidad de superación en condiciones normales.
Hay situaciones, que pueden complicar este proceso, y que pueden forzar una dilatación del mismo en el tiempo. Si por ejemplo, tenemos pendiente la resolución de algún conflicto, aquí la conciencia de culpa, el sentimiento de desesperanza e impotencia, incluso de fracaso, juegan su papel, y dificultan una evolución normal, haciéndola más dolorosa, intensa, prolongada, necesitando la ayuda de un profesional. Porque es un hecho cierto, que la muerte forma parte de la vida, ésta no se entendería en ausencia de la muerte, y el fin de la vida en este mundo es la muerte, final al que nos dirigimos desde el mismo día que nacemos, una meta conocida, en unas circunstancias desconocidas, pero todo ello profundamente real. Obviamente todo ello provoca temor, miedo, pena, una serie de sentimientos concatenados, que subyacen al abandono eterno, de todo lo que nos ha acompañado a lo largo de nuestro camino, todo sin excepción queda abandonado. Son pues unos sentimientos que en su conjunto nos apenan, afligen, nos comprimen tanto, que de forma inconsciente rechazamos, enmascarándolos en ocasiones, con una actividad productiva de todo tipo, o esterilizadora, que sería el inicio de la rampa de salida, como una precipitación, o un atajo hacia la meta final, morir en vida.
Es obvio, que las distintas religiones han sabido responder a este doloroso vacío, pues todas tienen en común, el sentido de la trascendencia de la vida, del más allá, del gozo final, que supone una fase superior a la etapa final. Luego, en el fondo, con esta perspectiva, el sentimiento se hace más liviano, pues el arrancamiento queda atomizado, por un trasplante en un lugar lejano y desconocido, pero que nos impresiona de luminoso, cálido, sereno y plácido.
El duelo, en definitiva, es un proceso indeterminado en el tiempo, cuyo objetivo es poder participar en la vida, ser con los demás, estar en el mundo, sin que la ausencia del ser querido limite nuestra normal libertad. Él siempre estará presente, siempre permanecerá en nuestro recuerdo, jamás desaparecerá. Yo he asistido a muchos encuentros con abuelas, que superaban los 80 años, y al relatar la muerte de un hijo de 10, 20, o 40 años, lo hacían con los mismos sentimientos que la acompañaron el día del adiós. Pero este recuerdo, esta presencia, no la impidió tener más hijos, y de forma lenta irse incorporando a la vida, observando una dinámica normal.
Este proceso ha cambiado, o mejor ha cambiado su ceremonia. No hace tantos años moríamos en nuestro domicilio, y rodeado por todos los nuestros, todos participaban en el proceso, familiares, amigos, conocidos, vecinos, etc., además, a esta cita penosa de fallecimiento, seguían encuentros, visitas con eternos relatos, a propósito de la vida del fallecido. Ello tenía de positivo, la solidaridad, la compañía, el poder expresar el dolor sin límites, además de poder traer el pasado al presente, poniendo palabras a las quejas, todo ello aliviaba el sufrimiento.
Tiene de negativo el esfuerzo físico e intelectual, de estar siempre presente, de estar siempre en guardia, de dar forzosamente respuestas activas, de participar, de implicarnos por agradecimiento, en definitiva, el cansancio al final hace su presencia. Pero además, el colectivo de población que cree ser depositario de las esencias de las formas, y de su conservación, estará atento. El color negro es insustituible, junto a los momentos de sollozo y tristeza, y el luto o retraimiento social. Habrá que desconectar de la sociedad, vestir de negro, y no salir de casa o salir lo esencial.
Yo recuerdo que en un pueblo de castilla, una joven de 15 años vio morir a su joven padre, después a un hermano, a continuación a su madre, y al final a su otro hermano, conclusión, consiguió ser una anciana de 45 años.
Los vigilantes de las esencias, han provocado mucho dolor, al exigir por todos los medios el cumplimiento de unas normas, cuya represión pueden ocasionar huellas tan graves, que perduran en el tiempo a través de sus secuelas. Hoy, sin embargo, asistimos a unas ceremonias de duelo más humanas, y comprensivas. El difunto generalmente fallece en el hospital, pasa seguidamente al tanatorio, y desde aquí a su reposo eterno, vemos pues una relación físicamente más lejana, aunque emocionalmente conserva, la misma intensidad dolorosa.
Familiares, amigos, vecinos etc., se muestran más comedidos, todos nosotros desde un menor apegamiento, vivimos con más normalidad un hecho normal, por lo que los procesos de duelo, suelen ser expresivamente más suaves, pero su intensidad profunda no desaparece. Hay un hecho, que en ocasiones afecta notablemente a los familiares más cercanos, y es la respuesta a las preguntas, ¿hicimos lo que pudimos? Todo ello es lógico, y forma parte del proceso normal de duelo, la presencia de cierta conciencia de culpa.
Ocurre en ocasiones con los padres, ante la presencia de un grave problema de un hijo, la pregunta inmediata es ¿le habremos sabido educar? Nadie en condiciones normales es culpable de nada, nadie, a todos nos guía desde nuestro sentido común, el deseo de realizar todos nuestros actos, lo mejor que sepamos, nadie generalmente nos ha explicado nada, y tampoco hemos venido aprendidos, por esto debemos de estar tranquilos, y afianzarnos en nuestra verdad, la nuestra, solo la nuestra, y quedar tranquilos, no revisar jamás, aceptar. Y ahora que digo aceptar, quiero terminar con unas palabras, a propósito de como facilitar, la vivencia de un duelo normal.
Hablemos de todo, sin exageraciones pero sin recato, hablar, no supone la simpleza de expresar unas frases, éstas tienen que ir cargadas de contenido y sentimientos, lloremos, irritémonos, enfadémonos, etc. todo ello dentro de unos parámetros emocionales correctos. Porque generalmente se tiende, se tiende a los dos extremos, uno, salgo menos o casi nada, hablo menos, mi vida social se restringe. Dos, todo sigue en la forma igual, tengo que salir, reír, participar, etc. Observemos nuestro corazón, escuchémosle, observemos su pálpito, conectemos con nuestro interior, y rompamos con los prejuicios. No me importa lo que los demás esperan de mí, yo soy yo, y dispongo de un código propio de comportamiento, que no tiene porque coincidir con el de ellos, el de los otros, apliquémosle.
También, desde esta perspectiva, cada uno observará una velocidad en la superación del proceso, esto que parece obvio, no se respeta, cuando cualquier, familiar o amigo, desde la mejor intención, inicia un discurso diciendo, “yo en tu lugar…». Lo que tengo que hacer lo sé yo, me lo indica mi corazón, aquello es lo que tú harías, pero yo soy yo, y no tú, con lo cual aplicaré mi código.
Fuente: Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2023
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