22 Oct 2020
J octubre, 2020

El Lagarejo

Baltasar Rodero

Estamos en el otoño de los años cincuenta, disfrutando de una noche fría, pero serena y tranquila, la luna presta su resplandeciente luz, impresionando como un sol naciente, se escuchan voces, comentarios, risas, a la vez que se observaban empujones amables, llenos de cariño, así como todo tipo de agasajos, adulaciones sarcásticas y gestos llenos de misterio y complicidades, en conjunto el grupo de jóvenes vendimiadores, se comunica mediante un lenguaje encriptado, solo inteligible para los iniciados, y que componen la salsa esencial o vital, previa a la salida hacia los majuelos.

Las mulas están vestidas con sus aperos, y situadas en sus lugares en los carros respectivos, colocando en algunos de estos, una yegua o un caballo por delante de las mulas, que además de marcar el camino, pondrán su inteligencia y su fuerza al servicio de las necesidades de las mulas en su acarreo, en ocasiones los carros cargados son, costosos de mover, especialmente cuando el suelo está embarrado.

Todo está preparado, personas y materiales, especialmente cestos nuevos y cuévanos, estos útiles para llevarles de la mano entre dos personas, parando en cada cepa, e irles llenando de uvas. No se recoge cualquier uva, el dueño ha ordenado con claridad que se rechacen las que presenten algún defecto, aquellas secas, y las picadas por los gorriones, amén de las que no estén maduras, también hay que saber cortar bien el racimo, tomarlo por la base y realizar una pequeña torsión sin herir el tallo, o en su defecto utilizar la tijera o la navaja, cortando por la base del racimo, es un acto sencillo, amable y eficaz.

Ultimados todos los detalles, se dirigen al viñedo por un camino polvoriento y repleto de relieves, fruto de los arroyuelos generados por las lluvias, por lo que el carro va dando saltos de forma permanente, amén de movimientos bruscos laterales, que la juventud aprovecha, para apretarse a modo de precalentamiento del acto supremo de la vendimia “el lagarejo”. De esta forma se llega a la viña o majuelo, donde lo primero es elegir el lugar base, donde situar los cestos, que tendrá que ser, el que quede más cerca de la totalidad de todos los rincones de la parcela.

En ocasiones se hacían dos bases, situadas cada una en los dos extremos de la parcela, facilitando el transporte de los cuévanos, llenos de uvas, porque las cuadrillas repartidas en pares, cada uno de estos cogen un cuévano, y dan comienzo a la recogida de las uvas, yendo de cepa en cepa, hasta llenarle, vaciando el cuévano en el cesto situado en la base, siguiendo de esta forma, hasta recoger toda la uva de la finca, o hasta llenar la totalidad de los cestos.

Desde aquí, se podía ir a otra viña para dar finalizada la recogida diaria, o hacia la bodega, donde descargar los cestos, bien, vertiéndolos por la zarcera, respiradero de la bodega donde se realiza la fermentación de la uva, situada entre 15 y más de 50 metros de profundidad, o bien, descargados a mano por los mozos, que con más de 70 kg sobre sus espaldas, debían de descender en ocasiones más de 70 peldaños. El regreso se hacía por caminos diferentes del que nos llevó a la finca, y la descarga de cestos suponía otro de los momentos singulares del día, era la competición de fuerza y destreza, de la facilidad de su trasporte hasta la profundidad de la bodega.

El ambiente del camino de regreso estaba agitado, este rescoldo comenzaba a hervir con comentarios, gestos, miradas, complicidades, que ya se insinuaron al principio del día, en la salida, y llegaba la hora del punto álgido, la operación “lagarejo”, hecho icónico que daba el sabor especial a la vendimia.

Un grupo de chicos y chicas, jóvenes y no jóvenes, diseñaban el cómo sorprender al novato, al tímido, al presuntuoso, o aquel que había concitado más comentarios, algo que ya se había pensado, por lo que aprovechando cualquier movimiento brusco del carro, la totalidad de los vendimiadores le cogían, le tiraban del carro, y todos juntos como una madeja, comenzaban la obra de despojarle de parte de la ropa, especialmente la superior, aunque en hombres en ocasiones se despojaba totalmente. Así, el señalado, era sujetado por la mayoría de vendimiadores, y el resto, traían varios racimos de uvas, que le restregaban por todo el cuerpo, quedando éste pegajoso y repleto de regatos de mosto, acto que se acompañaba con canciones ad hoc, ideadas previas al viaje.

Este acontecimiento, suponía el referente supremo del día, y de la vendimia en general, era siempre esperado e incluso deseado por todos, hasta por el que lo sufría, pues en él fondo suponía una explosión de alegría entre compañeros, además de solidaridad y cariño de todos hacia todos, nadie jamás puso mala cara, todo se desenvolvía en el ambiente más noble, tierno y hermoso, de sinceridad y respeto, era como una catarsis del esfuerzo y el trabajo de todo un día. Hoy todo esto, ha sido superado por la tecnología.

Autor Dr Baltasar Rodero, Psiquiatra, Sanander, Octubre 2020