El reencuentro con la fiesta de mi pueblo. La ausencia eterna de mis padres, junto a la dispersión de todos mis familiares más cercanos, hermanos, primos, etc., acogidos desde Madrid, pasando por Barcelona, Zaragoza y San Sebastián, hasta llegar a Valladolid, me han obligado a vivir lejos de mis raíces, aunque añorando siempre la necesidad de su encuentro.
En las últimas tres décadas, no me he acercado a la casa donde nací, o me nacieron a domicilio, como con pocas excepciones les ocurrió a mis contemporáneos. Tampoco a la escuela donde aprendí las primeras letras, que la recuerdo vieja y agrietada, con la puerta de entrada desajustada y repleta de agujeros, así como los ventanales grandes y desarticulados, con algún cristal siempre roto, por lo que en su conjunto en el invierno la temperatura siempre era negativa.
También estaba y está en mi recuerdo la iglesia, un templo de más de 200 años sin estilo específico, con un frontal campanario de piedra y ladrillo, cuya fachada permitía a los jóvenes jugar a la pelota frontón, sábados y domingos, disponía de una planta rectangular perimetrada por muros de tapial, tierra mojada, macerada y apretada, con un tejado repleto de nidos de tordos, por lo que las goteras eran frecuentes, y un nido permanente en el borde del campanario, habilitado específicamente para una pareja de cigüeñas, donde descansaban de sus grandes migraciones, y que con su castañueleteo, hacían más alegres y entretenidas algunas largas y aburridas tardes.
Comienza la fiesta grande
Sigo recordando, pues mi pensamiento coquetea con el ambiente, y las circunstancias de antaño, que provocan cierta alegría, a pesar del esfuerzo físico que exigía siempre el trabajo inhumano, pues la hora de su inicio eran las cuatro y media de la mañana, para terminar en el momento que el sol hacía su espléndida despedida, con generalmente un destello luminoso rojo, que llenaba todos los rincones, y que vivía gozosamente toda la comunidad, y de forma especial la juventud, pues era el final de la jornada.
Comienza la fiesta grande, se había recogido parte de la cosecha con reiterado y perseverante esfuerzo, llegando así un cierto oasis con el ocio, el disfrute de la convivencia, el enriquecimiento de la comunicación, la fantasía del gozo de las singularidades, que se repiten anualmente, y nos alejan de lo cotidiano. Todos ríen, disfrutan de todo, comentarios referidos a la cosecha que pudo ser mejor o peor, a lo que falta por hacer en el campo, y sobre todo, a las sorpresas que nos reservan las fiestas, entre las que destaca el número de visitantes, ¿quiénes y cómo serán?, es un aliciente para la juventud, se abre la posibilidad de nuevos amigos, o incluso de nuevas parejas.
Este año ha sido memorable porque retorné, conecté con mis raíces, me acerqué de verdad a mi nido, bullía mi imaginación, a la vez que lentamente iba perdiendo nitidez, hasta entrar en la pseudo obnubilación por la emoción, lo había deseado largamente, incluso en sueños me había sentido cercano, gozando, riendo, charlando con aquellos que fueron mis jóvenes amigos, en mi medio natural, básico.
Compañía especial
Además quería que mis nietos, el mayor de 10 años, lo tocaran físicamente, lo observaran de forma directa, calles de tierra, que producen polvo al transitarlas, casa de adobe o tapial junto algunas pocas de ladrillo, todo tipo de personas y personajes liberados, divertidos, impregnados de una entrañable colaboración, tanto, que un anónimo, al verme con cuatro niños, puso sobre sus hombros a mi nieta de cuatro años, para ver la diversión callejera, de un encierro de tres toretes y un cabestro.
Buscaba pues trasladarme emocionalmente al niño que fui, juntamente con otros niños y jóvenes, rodeado por personas queridas y muy cercanas, y disfrutar y participar activamente en lo que acontecía, trasladando a mis nietos ese sentimiento de ternura entrañable.
Esto hizo que me moviera permanentemente, buscando, viviendo recuerdos, para compartir con mis niños, hablamos con cuantas personas pudimos, su acogida fue siempre entrañable, pues la actitud en la fiesta es de alegría, y ésta engendra generosidad, algunos habían oído hablar de mí a sus padres, con los que compartí mis primeros años en la escuela, y todos nos invitaron a sus respectivas casas, para compartir con nosotros su bienestar, su alegría, la alegría de la fiesta.
Además, todos o casi todos los vecinos, poseen animales domésticos, propios de una casa de agricultor, mitad granjeros, con lo que pudimos desde acariciar a perros y gatos, observar conejos en su madriguera, ver una cochinilla con sus nueve crías, el nido de las gallinas ponedoras, así como la cresta del gallo, el ordeño de una cabra, y una mula, animal híbrido y estéril, fruto del cruce de un asno y una yegua.
El cemento, cristal y acero, nos separan de la tierra de dónde venimos y a la que nos dirigimos, son dos verdades universales en la que se fundamenta la vida de todos los individuos, sería ideal observarla primero, para después aprender a convivir en ella, porque sin querer, la tierra nos acerca, es el mejor conductor de emociones, y además incrementa nuestra seguridad, al hacer más fértiles nuestras raíces.
Fuente: Baltasar Rodero. Psiquiatra. Octubre 2018
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