Nos traen al mundo, expulsándonos bruscamente de una estancia armoniosa y amable. Comenzamos a sentir las necesidades de la vida, frio, hambre, dolor, soledad… iniciándose nuestro desarrollo, que ha recibido muchas clasificaciones, pero que sustancialmente, parte con la primera infancia, que recorrerá los primeros doce años, desde el periodo prenatal, en que se ignora cuando dejamos de ser un conjunto de células, y pasamos a ser un individuo. Entrando seguidamente en la primera infancia propiamente dicha, en la que el niño se puede desplazar de manera autónoma, aunque se encuentren en un estado de indefensión y vulnerabilidad extremos, pues nuestro cerebro culmina su desarrollo más tarde que en los animales. No sabe hablar ni controlar los esfínteres, y se comunica con el mundo mediante el llanto, aunque la maduración va progresando, y al final de esta etapa se desplaza de manera autónoma, y se expresa mediante la palabra, reconoce las emociones, y maneja los rudimentos de la lecto-escritura. En la niñez, entre los seis y doce años, gana estatura, además de capacidades expresivas y motrices, establece relaciones psicoafectivas, surge el pensamiento lógico y la socialización, especialmente a través de las actividades recreativas.
En la adolescencia, se produce una explosión sexual, amén de un crecimiento y desarrollo muscular, surgiendo al final cambios psicológicos profundos, pensamiento crítico, identificaciones, necesidad de mayor grado de libertad, y enfrentamientos con sus progenitores, para encontrar su identidad.
En la edad adulta, el individuo es plenamente responsable, alcanza la cumbre de su desarrollo, reconoce su lugar en el mundo, ha adquirido una formación, y en consecuencia un trabajo, y tiende a formar una familia y reproducirse, es una etapa que comienza a los 21 años, y su final se sitúa entre los sesenta y setenta, donde comienza la vejez.
La vejez o ancianidad es la etapa final del desarrollo humano, en la que da comienzo la regresión de nuestros órganos y sistemas, surgiendo lentamente un deterioro progresivo. No obstante, hemos de señalar dos formas diferentes de progresar en el envejecimiento, aquella, en la que se denomina a la persona como “mayor”, y otra más penosa, por la que denominamos al individuo, “viejo”.
El mayor, transita por la vida, siempre con la esperanza de aprender, de tal forma que su jovialidad, fruto de su actividad vital, permanece. En el viejo, que se puede ser a cualquier edad, su forma de ser y su estado de ánimo, carecen de esperanza, su deterioro de espíritu, su falta de ilusión, hace que todo lo sienta de forma homogénea, nada le suscita inquietud alguna, no se perturba, vive lejos de la realidad, esta no le interesa. El tiempo se le ha acabado, el viaje de la vida ha llegado a su fin. Con nada disfruta, nada le atrae, nada desea, en nada participa, la implicación la desconoce, ni aprende, ni manifiesta experiencias, no puede dormir. El mayor sueña, desea, ansía, se inquieta por las cosas, permanece activo, participa, es para él y para los demás, enseña a la vez que aprende, la motivación y la esperanza están presentes. El mayor sueña, el viejo duerme.
B Butler, acuñó el término edadismo, tratando de redefinir, los diferentes estereotipos de los grupos sociales, haciéndose eco de los “prejuicios”, que surgían cada día con más frecuencia, frente al de los ancianos o viejos. Propuso evitar la discriminación por motivos de edad, con graves consecuencias, no sólo para los individuos, sino para la sociedad en general, pues cada día son más comunes, y generalizados, apoyados y compartidos, incluso más que el sexismo o el racismo.
Esta visión nace, de la concepción heredada y mantenida, que nos permeabiliza a todos, sobre el viejo y el anciano, como personas con graves limitaciones, necesitados de apoyo y cuidados especiales, al haber perdido su autonomía de forma parcial o total. Asistimos normalmente a un deterioro de estructuras de órganos vitales, amén de a un defecto neuronal, que en su conjunto limitan de forma ostensible, su libertad y autonomía, siendo subsidiarios de ayudas tanto físicas como emocionales, por lo que se les considera, una “carga social”.
Esta visión implícita un enorme manojo de actitudes negativas, sobre el envejecimiento, tanto de la sociedad, como del individuo que las sufre, limitando la prolongación de la vida en ocasiones, una década, sobre la que le correspondería, si la actitud fuera positiva. El grado de adaptación social disminuye, como su integración, por el sentimiento de marginación o exclusión, dejando de tener presencia en todo lo que se refiere a lo público, medios de comunicación, toma de decisiones, implicación en grupos de convivencia, limitaciones en el acceso a la información, y a todos aquellos servicios, que requiera cierta trasformación digital.
Fuente: Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2023
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