Ética y política. Cada día con mayor frecuencia, venimos observando las exigencias que la sociedad demanda, a los diferentes gestores públicos. Después de un tiempo que se funde con el horizonte, y sobre todo, de una carga insoportable de podredumbre, se suscita como respuesta un análisis con lupa, del comportamiento de aquellos que nos representan.
Porque ellos, obligados a ser coherentes, y a separarse del camino cuando tienen que utilizar trampas para su tránsito, no lo hacen, por lo que la sociedad cada día más crítica ha de tomar la decisión de demandarlo. El gestor de lo público, en general, es un individuo que de forma voluntaria elige una función, por lo que en coherencia se espera de él una trayectoria intachable, obviamente el ejercicio de esa responsabilidad la puede abandonar cuando lo desee.
Pero, además los compañeros del tramposo, incumplen con su responsabilidad, dado que lo normal es que frente a cualquier anomalía, respondan con la exageración de otra, realizada por algún contrincante, justificando y defendiendo al incumplidor.
De tal forma que podemos constatar dos faltas graves a la vez, la correspondiente al protagonista, que se presta a cumplir la supuesta anomalía, y las de sus compañeros que creen hacerle un favor minimizando su error, al compararle con el cometido por algún contrincante. Ante esta situación la pregunta es sencilla, ¿realmente a quien tienen que defender, o tener presentes en sus actos?, ¿cuál debe de ser su actitud?, ¿dónde está el sentido de la ética?, ¿en definitiva, quién y para qué les han situado en su cargo, y cuáles son sus responsabilidades?.
Lo grave, sin embargo, es que esta forma de entender la ética del comportamiento del gestor político, empujada por la inercia, va permeabilizando como gota de aceite, pudiendo llegar a aceptarse como algo normal por su cotidianidad, al instalarse como parte de nuestra forma de ser, siendo fácil ver, no sin sorpresa, a personas con actitudes históricamente intachables, chapotear en el barro, casi descaradamente.
Bien mirado, deja de ser vergonzoso por lo habitual. Nos hemos acostumbrado a ver entrar y salir de la cárcel, a personas con relieve social, y sin querer ésta, lentamente va transformándose en parte de nuestro decorado, al haberse transformando en el casino, o lugar de tertulias, o de encuentros, como un hecho normalizado.
Ante esta generalizada actitud, se hace necesario un cambio de visión y análisis de nuestro comportamiento, por el que pasemos a ejercer nosotros mismos de nuestros propios jueces, lo que realmente representa nuestra conciencia, estableciendo permanentes criterios operativos en la función de lo que nos corresponda, de tal forma, que seamos nosotros los verdaderos responsables del acto, de sus consecuencias, así como de su transcendencia social.
Además, si algún ejercicio social requiere de un escrupuloso sentido de la ética, es el de la gestión de lo público, como representantes de ello, el grado de exigencia debe ser máximo, muchos ciudadanos han depositado en ellos su confianza, prometiendo limpieza y eficacia en el ejercicio de la misma, lo coherente, lógico y responsable, es cumplir con el compromiso adquirido libremente, la alternativa es no adquirirlo, dado que es voluntario.
De tal forma que ante un error en su trayectoria profesional, algo normal al ser seres imperfectos, se impone de inmediato, solicitar disculpas a los ciudadanos que sirve, y dependiendo de la categoría y trascendencia del error, pueden y deben, sin que nadie lo solicite, abandonar su trabajo por higiene publica. Nadie debe justificarlo, ni minimizarlo, es sencillamente lo que es, y además lo entendemos todos. Tachar de imbéciles a los ciudadanos es una ofensa grave.
Es repugnante asistir al barroquismo de alguna explicación, que trata de comunicar lo que ni sabe ni puede, es vergonzoso. Si me he equivocado, si he cometido un error que indique cierto grado de desarmonía, en mi comportamiento, debo evitar arrastrarme, poniéndome como marioneta en manos de otros que me defiendan, se impone la coherencia, el sentido común, la madurez de aceptar los errores, y la puesta de lado, si fuera necesario.
Si alguien trata de justificar, o enmascarar un acto anti ético, generalmente minusvalorándolo con otro cometido por algún contrincante, éste es tan culpable como el protagonista. Jamás podremos justificar lo injustificable, hágalo quien lo haga, compañero o contrincante.
Higienicemos la vida pública, démosle un barniz de luz y colorido. Desinfectémosla, adquiramos nuevas formas, no sean incontinentes verbales, sean prudentes, no ofendamos al ciudadano, cultivemos la justicia, no sembremos ni abonemos disarmonías, ejerzamos de humanos, de seres que aman y buscan la perfección, que como es obvio, pueden equivocarse, por lo que solicitaran perdón, pudiendo seguir ejerciendo sus responsabilidades si se les perdona, y si además se perdonan ellos mismos, sepárense sin titubeos de su camino, cuando éste es el equivocado, esto les engrandecerá. Sean libres, acepten la realidad de lo que son, ahoguen los caprichos de la imaginación, Spinoza.
Es vergonzoso e incluso sonrojante, ver a personas sentadas en el hemiciclo, más de 20 años sin participar en nada, y sin darse cuenta, que son miles los padres de familia, que solo un esfuerzo mantenido, que incluso, a veces no lo encuentran, les permite la obtención de unos pequeños ingresos con los que alimentar a su familia.
Recobren la dignidad. Si se encuentran en esta situación, dejen el traje, los viajes y comidas, la visa etc., y váyanse, busquen un empleo digno y permitan que savia nueva se acerque a las tareas de la gestión de lo público, y que puedan aportar nuevas formas de hacer.
Fuente: Baltasar Rodero. Psiquiatra.
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