Ya Aristóteles en el siglo cuarto a C, definió al individuo como ser social, ser que interactúa con los demás seres; que necesita de ellos; que vive en un contacto permanente con el resto de personas; que se agrupa, buscando abrigo emocional y fortaleza física; y que en su itinerario vital, necesita el contacto de los otros, encuentro que le reporta seguridad, serenidad, además de placer. Nadie puede vivir en la soledad absoluta, nadie puede vivir ajeno y distante de los demás, su lugar está en la conexión que le mantiene como ser, como persona, sabiendo quien es; siendo fruto de la opinión, de la concepción de las distintas realidades, que de forma poliédrica vive cada uno.
Esta realidad social, formada por diferentes, a la vez de por únicos individuos, que nos conecta a la vez que nos iguala en derechos, está definida por varias singularidades, destacando entre ellas; la igualdad de cada uno de sus miembros, al tener el mismo origen además de equivalente fin. Nacemos a la vida, después de un periodo de tiempo en el vientre materno, mediante un proceso igualitario, el camino es equivalente, además de las necesidades a la hora de ver la luz, alimento, abrigo, y calor humano. De igual forma, a la hora de la despedida final, del adiós definitivo, la igualdad se vuelve a imponer, nadie se instala aquí de forma indefinida, todos tenemos nuestro fin, nuestra vida se extingue sin que se observen singularidades.
Esta visión longitudinal de la persona, nos da un perfil de la misma, que hemos, primero, de aceptar; y después respetar; y por último defender; de aquí que hace setenta años, un grupo de sabios, definiera entre los derechos civiles de cada ciudadano, “la igualdad y la no discriminación”; igualdad de derechos y oportunidades, igualdad ante la ley, igualdad de cada individuo sea del color que sea, practique la religión que desee, viva en el lugar más alejado o cercano, sea hombre o mujer, tenga un idioma u otro, viva en el primer mundo o en el último, pertenezca a una capa económica o a otra… todos somos iguales, los que hablan, los que gritan y los que guardan silencio, los inteligentes, los más torpes y los enfermos, todos somos iguales, todos aterrizamos siguiendo el mismo camino, y nos iremos saliendo por la misma puerta.
Es por ello que, la discriminación, la segregación, la exclusión, la relegación, el acoso… mediante el desprecio, insulto, u ofensa de cualquier tipo, física o emocional, gestual o de palabra, supone uno de los graves delitos que el ciudadano puede cometer; situaciones que públicas o privadas, hemos de denunciar, y la justicia debe castigar severamente. Nadie que humille, desprecie, acose, margine, ofenda a otro, por su color, profesión, educación, nivel económico… puede quedar impune. Por esto denunciamos la complicidad, de los clubs, de la federación, de la liga, de la policía, de las autoridades judiciales… a la que venimos asistiendo, frente al caso ya crónico de un futbolista, donde la xenofobia, el racismo y el odio, provocan una mezcla tan explosiva, cuyas consecuencias por su permeabilidad supremacista, pueden ser caóticas.
¿Qué impide a un árbitro, suspender un partido, cuando la olla exprés exhala, calor, espuma y humo, preámbulo de su explosión? La cohesión de grupo es el mejor enmascaramiento, para proferir las mayores barbaridades, y eso se sabe, y se expresa, mediante un halito repugnante, cuando se recibe el autocar del contrario, halito que se convertirá en agresiones y ofensas verbales, en principio, y que si el rebuzno persiste impunemente, incluso acompañado de coces, la tensión será tan grande, que podrá impulsar cualquier flecha, en cualquier sentido, y a mucha distancia.
La respuesta frente a esta grave situación, que ha ido creciendo lentamente al amparo de su impunidad, ha de ser inmediata, además de cimentada desde la familia; todos hemos de marginar al supremacista, al xenófobo, al racista, al intolerante, al acosador… en estos momentos de cierta confusión política y económica mundial, representa el cáncer de la convivencia pacífica, actitudes que corroen, mordisqueando de forma indiscriminada cualquier acuerdo de paz, de colaboración, de entendimiento entre los pueblos. Se trata de una fuerza negacionista, que como serpiente repta y penetra, y aprovechándose de las democracias donde la libertad permite la discusión, en busca de la verdad, asfixian el diálogo, y subvierten la verdad creando falsas doctrinas, a las que se pueden apuntar el grupo social de descontentos, que además carecen de criterio.
El momento es complicado, nos enseñaron que teníamos casi derecho a todo, y no nos dijeron que había que sacrificarse, esforzarse, que nada es gratis.
Fuente: Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2023
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