Una verdad histórica, compartida por el mundo científico, es que la historia del hombre comenzó hace aproximadamente 300.000 años. Desde esta fecha, se tiene constancia de su existencia en este mundo, primero de forma muy rudimentaria, para lentamente ir progresando en sus habilidades y capacidades, pasando de un primer periodo de tiempo de carácter itinerante, en el que el protagonismo es la huida, primero de los animales salvajes, y después para el encuentro de alimentos de los que poder subsistir, pasando posteriormente al periodo sedentario, por el que se asientan en grupos en lugares que le ofrecían una estancia segura y rica en alimentos, este fue el primer paso de la vida en sociedad que hoy conocemos.
Esta actitud de socialización, y su enorme éxito por los beneficios que aportaba, les empujó a su reproducción, circunstancia por la que formaron cada día grupos más numerosos de cohabitación, llegando la exigencia de darse normas, que hicieran su convivencia más pacífica y próspera, formando al final pequeños poblados, rodeados de defensas, frente a otros pueblos o animales salvajes.
La agrupación, el entendimiento, la colaboración y la cooperación, vemos que ha sido una constante en el tiempo, pues sus frutos son al final los bienes que todos deseamos, vivir en paz y en armonía con los otros, sabiendo que se forma parte de un grupo, con el que uno se identifica, que se diferencia de los otros grupos, y nos hace diferentes, distintos, incluso únicos, y eso fortalece, da seguridad y estabilidad emocional.
Dando un salto histórico, lo pudimos observar a través de los objetivos conseguidos en la guerra de los cien años, corría el año 1.618, y diferentes estados con diferentes religiones inician una contienda, que en principio responde a las diferencias religiosas, pero que con el tiempo, se contaminó por los intereses fronterizos, y con ello la lucha cambió sus objetivos, pudiendo pasar los diferentes estados contendientes, de aliados a enemigos, ello demostró que había que sentar unas bases de convivencia, porque la codicia nos ciega, y especialmente el fanatismo.
Después de que Iberia es Iberia, cinco siglos a.C., poblada no hace tanto por, visigodos, romanos y musulmanes, cuatro reinos se unieron y formaron lo que se conoce como España, una nación con raíces milenarias, con una historia llena de riquezas, conocida y respetada desde todos los rincones de la tierra, que ha vivido muchos años rodeada de las mismas fronteras, poblada por habitantes leales a su tierra, así como a la tierra de todos, acompañándonos la paz un largo periodo de tiempo.
Superada una férrea dictadura, vivida con la fiereza que a todas les es propio, supimos encontrar un camino por el que transitar desde la concordia, el acuerdo, la colaboración y el entendimiento de los habitantes, para lo que se apostó por descentralizar la gestión del estado, creando unos espacios homogéneos, en historia, hábitos, actitudes, y comportamiento de sus habitantes, que se les denominó generalmente Autonomías.
Los espacios poblacionales no eran homogéneos, algunos ya habían disfrutado de vida propia aunque con control administrativo, y otros nacían en ese momento, careciendo de aquella singularidad, de aquí una diferencia sustancial de partida, que se neutralizó con una calculada diferencia de descentralización de servicios, aspecto que entiendo correcto y que responde a una necesidad histórica, y que es la línea en nuestro criterio para conseguir la armonía y cooperación de partida.
No caben pues otras actitudes u otros comportamientos, uno no se puede enfrentar a la realidad histórica, a la realidad vivida miles de años, sino seguir profundizando en la cooperación, en la armonía, en la convivencia desde la asunción de unos derechos, acordados en el lugar, que es de todos por igual, el Parlamento, este es el principio que debe superar a cualquier forma de pensar apasionada.
El pensar retorciendo la legalidad histórica, es irracional, carece de todo sentido crítico, la ofuscación, intolerancia o el fanatismo, que no permiten el discernimiento, en el que se vive subyugado por unos principios que obnubilan, no tiene lugar, y menos en el mundo moderno, donde los objetivos son universales, y la tendencia es el acuerdo de grupos o colectividades, por esto, no se puede premiar al que carece de capacidad de diálogo, cabe la propuesta de una actitud generosa, abriendo cuantas puertas sean necesarias para la convivencia de todos.
Por otra parte tampoco se puede singularizar a petición de una minoría, cuando ésta no representa a la mayoría de un grupo, ello permitiría una discusión que se generalizaría tanto, que emularía la torre de Babel en su concepción histórica.
Autor Dr Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2021
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