22 Sep 2014
J septiembre, 2014

Psicologo Santander. Los efectos de la ansiedad

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Para infancias traumáticas las de nuestros padres. Las de aquellos que de niños padecieron la guerra. A mi padre se le cayó el pelo. Literal. Pensó que su padre había muerto en combate y al cabo de un año de orfandad lo vio llegar como una aparición por la plaza del pueblo: un hombre marrón, envejecido, cubierto por una manta, que no se sabía si era un muerto o un vivo. A ese niño que era mi padre se le cayó el pelo. Al tiempo, con ungüentos, y, fundamentalmente, cuando se le pasó el susto, le volvió a salir. Por eso, y por tantas otras cosas que fuimos sabiendo de un hombre que prefería mostrar la fortaleza a la vulnerabilidad, siempre pensé que sus manías estaban, en cierta medida, justificadas por las vivencias de una niñez brutal. Me refiero al nerviosismo permanente, la fobia a las tormentas, el miedo a que se terminara el pan, los vicios a los que se aferraba como el niño a la teta, las paranoias, el pavor a los aparatos eléctricos, el temor a los accidentes domésticos, a los imaginables y a los insospechados. Mi padre, el hombre que padecía insomnio y que sólo se consolaba comiéndose media pastilla de chocolate, era sin duda un enfermo de ansiedad crónica. Lo que no podré saber es cuánto le debía a su genética y cuánto a la historia de este puñetero país. Yo heredé sus miedos y alguna de sus fobias, pero tampoco sabría calibrar si las aprendí de él como una niña obediente o simplemente las heredé en la ruleta imprevisible del ADN. O las dos cosas. En mi mesilla no hay chocolate, porque mi autocontrol dietético no me lo perdonaría, pero sí un surtido de pastillas que me hacen debatirme entre el melatomo-nomelatomo todas las noches.

Ser ansioso no quiere decir tener cierta ansiedad cuando toca, porque eso es algo saludable; ser ansioso es tener un alien en el estómago y convivir con el monstruo de por vida. El ansioso no suele compartir sus crisis con nadie porque, por un lado, se siente algo avergonzado de generarse a sí mismo tal cantidad de síntomas y, por otro, ni él mismo entiende que sus diversos males sean provocados por la agitación mental. Del miedo a volar, que es uno de los más comunes, a la fobia al queso o a los botones; de los sudores repentinos a la tartamudez; del hormigueo a los mareos; del vómito al miedo a vomitar; de los dolores en las articulaciones a los de cabeza; del estreñimiento a la diarrea; del pavor a hablar en público a pensar que uno puede tirarse desde una ventana al vacío si de pronto siente el impulso. No hace falta seguir, el catálogo es interminable y el cerebro muy imaginativo: cada ser ansioso tiene su abanico de síntomas y neuras que son como una especie de derivación de los miedos existenciales.

El ansioso rumia durante horas su malestar y se siente impotente porque piensa que nadie le va a entender; el ansioso teme ser un pesado y suele escuchar más de lo que es escuchado. Los males se le calman con medicación y a veces, si el ansioso tiene dinero, con la ayuda de un terapeuta. De pronto, el ansioso encuentra consuelo en la lectura de un libro, Ansiedad. Miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior, de un tipo que se llama Scott Stossel, editor jefe del Atlantic Monthly y colaborador del New Yorker, que lleva desde los nueve años prisionero de la medicación y sometido a todas las terapias que el mercado de la psicología y la psiquiatría ofrecen para calmar ese mal que no se cura, sino que se sobrelleva. Al pobre señor Stossel le pasa de todo y en los lugares menos indicados, eructa sin control cuando va a hablar en público o se le descompone el estómago en el primer viaje con su novia; pero lejos de quedarse en la narración anecdótica de una naturaleza que tiende al desastre, lo que hace es articular a través de esas experiencias, cómicas y vergonzantes, toda una investigación sobre esto que llaman el mal de nuestro tiempo.

El lector de este libro, que lo lee seguramente porque es víctima de algún tipo de ansiedad, se reconoce en estas páginas porque el autor confiesa sin pudor todo aquello que le provocan los nervios, de la descomposición por el célebre colon irritable al desamparo que siente cuando se separa de su mujer, casi tan insoportable como el que padecía cuando pensaba que sus padres le habían abandonado. En el libro aparecen grandes hombres y mujeres que, en el tiempo que la desazón y sus síntomas les dejaban libre, escribieron investigaciones fundamentales, crearon grandes novelas, dirigieron películas inolvidables. Darwin, por ejemplo, es uno de esos atormentados cerebros que lograron concentrarse y trabajar, a pesar de que sus males eran tan incapacitantes como difíciles de diagnosticar y que le tuvieron parte de su vida postrado en la cama. Siempre se ha pensado que padecía del estómago. Y padecía del estómago. Su mal no era inventado, pero ahora se sabe que el 60% de los que soportan un estómago nervioso podrían encontrar ayuda en la consulta del psiquiatra.

La ansiedad excesiva no favorece la creatividad, al contrario, incapacita. Pero como me dijo una vez un amigo psiquiatra: debemos ayudar al ansioso a que se calme, pero no tanto como para borrarle todas sus preocupaciones existenciales. O sea, calmar al atormentado sin convertirlo en un idiota. Ay.

Fuente: Elvira Lindo. El País