Tal vez recuerden la historia de Laleh y Ladan Bijani, dos personas con vidas literalmente paralelas. Unidas por la cabeza, estas gemelas nacidas en Irán lo compartieron todo durante 29 años, edad en la que decidieron jugarse sus vidas a cara o cruz en una cirugía de separación. Ambas murieron durante la operación.
La historia de estas hermanas esconde una incógnita sobre la génesis de la personalidad humana. Piénselo: nacieron y vivieron siempre juntas, compartieron crianza además de la totalidad de sus genes. Sin embargo, una era más extrovertida que la otra, Laleh quería trasladarse a Teherán y convertirse en periodista, mientras que Ladan tenía previsto permanecer en su ciudad natal de Shiraz y ejercer la abogacía. ¿Qué hizo que dos personas esencialmente iguales desearan con tal intensidad cosas diferentes? O, en palabras de Judith Harris «la individualidad humana es un misterio». Las teorías de la personalidad que están hoy en boga no son capaces de explicar por qué no hay dos personas iguales o por qué estas se diferencian de la manera en que se diferencian. Incluso los gemelos educados en un mismo hogar difieren en cuanto a personalidad y comportamiento. Los gemelos poseen genes idénticos, de modo que las diferencias entre ellos no pueden ser genéticas». Si no los genes, entonces ¿qué?
Harris es una psicóloga norteamericana que ha dedicado medio siglo a la cuestión del desarrollo de la personalidad. En su trabajo más reciente No hay dos iguales -que ahora publica en español la editorial Funambulista, con un postfacio de Arcadi Espada- ha volcado años de investigación, independiente y original. Un libro que ha recibido alabanzas de científicos tan destacados como Robert Sapolsky y Steven Pinker a la vez que ha conseguido cosechar no pocas críticas también académicas.
Con un espíritu detectivesco que la propia autora declara y que puede sentirse en cada línea del texto, Harris investiga las razones del caso. Para ello pone a prueba una tras otra las teorías dominantes en la moderna psicología del desarrollo y, con una lógica holmesiana, las examina y en última instancia desestima como «pistas falsas» que minan el camino. La suya es una teoría original de cómo se forma la personalidad. No sólo la de los gemelos idénticos o siameses, también la de usted y, más importante todavía si se encuentra en la encrucijada de educar a un hijo o hija, la de éstos.
Tres mecanismos mentales
La teoría de Harris consta de tres módulos o mecanismos mentales que hacen posible recabar información personal y social, analizarla adecuadamente y generar respuestas que darán forma a la personalidad que, en un espíritu darwiniano, mejorarán las opciones del individuo. Harris explica que «el cerebro humano neurológicamente normal posee un léxico mental para las personas, con una entrada independiente para cada individuo sobre el que sabemos algo».
Este diccionario de personas se indexa «con ayuda del módulo de reconocimiento facial» que hace que podamos distinguir finamente miles de rostros humanos, incluso entre los tremendamente parecidos. Un módulo por cuya obligatoria alimentación nos volvemos voraces consumidores de información social, novelas y cotilleos con las que confeccionamos archivos mentales de personalidades ajenas.
Con toda esta información, el joven cerebro pone en marcha el segundo módulo, el de «socialización». Éste, merece la pena mencionarlo, fue objeto del anterior libro de Harris El mito de la educación, un texto que dinamita las esperanzas de no pocos padres insomnes que se torturan con la clásica pregunta «¿cómo puedo educar a mi hijo para que no cometa los mismos errores que cometí yo, para que tenga una vida más fácil y mejor que la mía?»
El módulo social que propone Harris es el que se ocupa de hacer a los niños «más semejantes en comportamiento que otros [niños] de la misma edad y sexo» y no sólo en giros lingüísticos o modas. Harris nos cuenta que «hay pruebas de que los niños se vuelven más parecidos hasta en las características que se encargan de medir los test de personalidad».
La manera clásica de explicar esto es que son los padres quienes socializan a los hijos pero, en opinión de la psicóloga «la teoría convencional no tiene pruebas que la sustenten» y, es más, «tampoco tiene sentido desde un punto de vista evolutivo». Harris ofrece un razonamiento delicioso a continuación, dice que «el propósito evolutivo de la infancia es la preparación para la edad adulta, una edad que probablemente no se desarrolle en el hogar familiar». En la infancia nos preparamos para la vida en sociedad y es, por tanto, ésta nuestro objeto de atención. El módulo «socialización» es el que permite a una joven mente comportarse de un modo flexible y adaptado al contexto. Es decir, el que permite coexistir en un mismo cerebro al pequeño tirano en casa y al melifluo compañerito en la escuela.
Pero si ésta fuera toda la historia entonces las diferencias en la personalidad no habrían quedado explicadas y la historia de Laleh y Ladan carecería de sentido. Hace falta algo que rompa la conformidad de la socialización. La piedra clave en este arco de la personalidad es el «sistema de estatus», cuya finalidad es «competir con éxito». Harris explica que «durante la infancia y la adolescencia los humanos recogen información sobre cómo son ellos en comparación con los otros, y sobre quiénes serán sus rivales cuando sean adultos. Armados con esta información, realizan modificaciones a largo plazo en su comportamiento». En un caso como el de las hermanas iraníes, la necesidad de diferenciarse la una de la otra, de adquirir un lugar singular en el grupo social es lo que plantó la semilla de la diferencia que germinaría en el deseo de separarse incluso a riesgo de la propia vida.
La teoría de Harris, en suma, recuerda a una de las innumerables escenas narradas por la voz de Sir David Attenborough: Primero aprende cómo reaccionará cada individuo, luego registra los comportamientos y las dinámicas del grupo y acto seguido arranca su lucha por el estatus y el ascenso social.
Fuente: El Mundo. Luis Quevedo
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