La precipitación desde su balcón de unas niñas gemelas de 12 años, vista desde el nacimiento de un nuevo día, en el que ponemos todas nuestras esperanzas, me ha llenado de pena, tristeza y rabia. Desde el sentimiento de soledad, de marginalidad, de desecho, de exclusión social, de desprecio, de acusaciones ofensivas, de maltrato de palabra e incluso físico… cualquier persona, cualquiera, se puede sentir destruida internamente. La carga que de forma permanente sustenta, propicia un sufrimiento silente y doloroso inaguantable, que se inicia en la apertura de cada día, como tormento asfixiante, y no sólo nos borra cualquier tipo de ilusión, sino que se nos hace imposible observar la puesta del sol al atardecer, sin que ese malestar que carcome, haya desaparecido. Es tal el esfuerzo que tenemos que realizar para vivir erguidos, que en ocasiones las fuerzas nos flaquean, casi nos abandonan, hasta que con el paso del tiempo, solo la muerte esperada y vivificadora, es capaz de liberarnos de ese profundo, grave y tormentoso dolor.
Esta es la firma de un acoso, provocador de un vertedero, en la que nos convierte, un desecho de miseria, en la que nos transforma, un ser marginal sin criterio que va fabricando lentamente, que no solo no aporta nada a la vida, sino que se vuelve una pesada carga para la sociedad, y de forma especial para la familia. El acosado, es la sombra de la soledad que siempre le persigue, como un exudado maloliente que infesta todo, deambula desnortado y sin esperanza, ha perdido todas las capacidades de conectar con la sociedad, es un ser asocial, vive alejado de la realidad, totalmente injertado, y sólo movido por la inercia, en principio en la dirección que marca la rutina, hasta que la fatiga se adueña de todo su ser, junto a la apatía, desgana, y deseos de irse y de desaparecer, en definitiva, de dejar de sufrir; siendo siempre la muerte una liberación, la salvación, es lo que glorifica la penosa y triste situación, por lo que la analizan, planifican, programan, y dándose una fusión, con la observación de cierta alegría y esperanza, se procede a una despedida de la eterna lucha frustrante y agotadora, que supone una enorme carga, que se hace imposible soportar por más tiempo.
El acoso escolar, como otros tipos de acoso, es tan antiguo como la Humanidad, lo que ocurre actualmente es que conocemos mejor su dinámica, vivimos más de cerca sus personajes, y sabemos más de las singularidades del proceso, por lo que normalmente podemos incidir más en su prevención, y en consecuencia en su casuística, estando situados en mejores condiciones, para poder evitar su desgraciado desenlace. Obviamente, de forma general, no es el acoso de un niño de corta edad, como el que tiene lugar en la adolescencia. El niño, aunque cruel, carece de capacidad de la trascendencia del acto, carece de crítica, y de planificación de una respuesta defensiva, de las consecuencias del acoso, aspectos propios de la adolescencia, por lo que su trascendencia es menor. En el adolescente, es en principio más elaborado, mejor planificado, se sabe donde y cuando actuar, los objetivos están bien definidos, y quizás algún padre, o alguna persona mayor tenga conocimiento del tema, que puede servir para incendiar más el proceso, o para distenderle.
El acoso se da en el niño o adolescente con alguna singularidad; aspecto físico, carácter, comportamiento, habilidades, actitud, forma de ser… es algo diferente, se aprecia una particularidad que sirve de diana, especialmente para el protagonista, para el que desea ser referente, para el que trata de sentirse superior, para el que tiene como objetivo dejar su impronta, cuenta normalmente con un coro, que le aplaude, y en ocasiones sin la pretensión de hacer daño señala a uno, que le sirve de yunque donde poder exhibir su músculo. Y el resto, que en el noventa por ciento de los casos, ignora la trascendencia de lo que hace, acompaña y aplaude.
El acosado, sufre, se desgasta, carece de respuesta, es generalmente sumiso, discreto, le avergüenza comentarlo en casa, asume ese peso, esa pena, esa frustración, se entristece, se deprime, se separa del camino principal, se margina, vive reprimido, no participa o lo hace cada día menos, crece su infravaloración y con ello su sentimiento de culpa, por no saber responder, por carecer de capacidad de tomar una decisión, cada día más confundido, su humor, su estado de ánimo va decayendo, hasta que el agotamiento moral, busque una liberación a través del adiós eterno.
Fuente: Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2023
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