Estoy situado en un largo subterráneo, se trata de un pasadizo de muchos kilómetros, como hura de conejo, o rata que se esconde o refugia de los peligros, todo es en color negro, sólo alguna mínima y dispersa rendija permite el paso de un rayo de luz, la impresión es asfixiante, repto no sé en qué dirección, y mis oídos se ensordecen por el llanto de miles y miles de niños, en brazos de madres desgarradas por el dolor, con ropa vieja y cosida con la suma de retales de diferente color, sonido tan ensordecedor como triste, al que se suma el procedente de disparos dirigidos desde todas las direcciones, no sé donde estoy, y sigo caminando en la idea de conseguir un fin, o mejor cierta liberación, pero el ruido, la oscuridad, el hedor, mezcla de fuego, sudor y metralla, se hace en cada momento más evidente, el corredor subterráneo no tiene fin, y las estampas que observo se superan en dramatismo, horror y desgracia, se grita, ¡agua!, ¡comida!, ¡algo de calor!, ¡tengo miedo!, ¡me muero!, ¡no puedo más!, ¡me quiero ir! ¡quiero salir a la superficie! Pero cuando ocasionalmente se encuentra uno con una boca del túnel, el peligro es vital, las balas, los cañonazos, los zarpazos de diverso índole te asedian, de tal forma que la respuesta es la hura, el agujero, la antesala de la sepultura.
Mi corazón en este paseo se acelera mucho más, que cuando realizo cualquier esfuerzo, como el ritmo respiratorio, no encuentro aire suficiente, me siento ahogar, la garganta se me seca, mi cuerpo se congela y atomiza, tanto que siento dolor, el frio penetra por todas los agujaros, e invade todo el pasadizo, el temblor se adueña de mi junto al miedo, miedo a paralizarme, a no poder seguir caminando o huyendo, miedo a que un obús penetre, se clave en la tierra y se cruce en mi camino, miedo a que todo se convierta en tea destructora, cuyo residuo o ceniza pueda cubrir todo, es el final, es la etapa última de mi vida, no puedo más, no hay nada más allá, es el fin, pero aguanto, sudo, palpita mi corazón, siento que me asfixio, que me ahogo y sigo, y sigo, sorteando cientos de muertos, hombres, mujeres y niños, algunos con respiración residual, pero con cierto halo de vida, que pena, que tristeza, que final tan desgraciado, yo que tenia la vida resuelta, yo que me consideraba feliz, yo que disfrutaba de la compañía de los míos, familia, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, yo que sin hacer nada incorrecto o indebido, por el capricho de algunos me han enterrado en vida, incluso sin saber donde están los míos, aquellos con los que viví siempre, aquellos cuya compañía y cariño siempre me acompañaron. Es mi última etapa, mi final en esta vida, mi último recorrido, no puede ser, y tomo fuerzas para seguir reptando, pisoteando muertos, desechos, objetos diversos.
Pero la fatiga cada día más asfixiante, más agotadora, va imprimiendo enorme presión en mi pecho, limitando mi aliento, coartando mi ritmo cardiaco, el sudor me cubre totalmente a pesar de las bajas temperaturas, el temblor se hace más ostensible, casi no puedo caminar, tampoco observo agujeros en el techo del subterráneo, ¿será mi tumba? pienso, y las fuerzas me van abandonando, y la soledad es mi sola compañía, observo que me ahoga, que me falta un suspiro de aire, que me quiebro, que no puedo más, que me quiero erguir y no lo consigo, cuando en estos momentos finales, cuando sentía mi tumba como propia, cae un obús de esos que vuelan a velocidad supersónica, y que puede dirigirse alcanzando objetivos a miles de kilómetros, su estruendo fue tan fuerte, profundo y temeroso, que desperté, abrí los ojos y estaba en mi cama, eran las seis de la mañana, hora en la que escribo estas líneas cuyo tecleo está ordenado como en falsete, es tanto el miedo que he pasado que sigo en una nube oscura casi negra, que nos invadiera a todos, de tal forma que nos hiciera invisibles, quizás sea la muerte vista desde dentro, desde el corazón de esa negra nube, quizás sea la fase terminal de la vida, porque no habrá tercera guerra mundial, habrá una última guerra, tan destructora que todos desaparecemos, nadie quedara aquí para contar nada a los que vengan, será el final.
Con todo esto, ¿cómo podemos entender, a cuantos se enorgullecen de haber descubierto proyectiles supersónicos, que se pueden dirigir a un objeto determinado, aun estando situado a miles de kilómetros?, cuanto narcisismo, cuanta soberbia, o cuanta incapacidad para discernir.
Fuente: Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander, 2022
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