Cuando hablo de familia, me refiero a la que consideramos conceptualmente clásica, y que normalmente la componen: madres, padres, hijos y potencialmente abuelos. Cada uno de los miembros ocupa su papel, y en su conjunto tratan de encontrar sentido positivo a su relación, buscando el mayor grado de estabilidad armoniosa. Obviamente, esta relación como todas, está expuesta en su camino a múltiples contratiempos, por lo que no es raro encontrar en algún momento, algún tipo de disfunción, más o menos importante, aunque cada miembro en el fondo, trate de cumplir eficazmente con el papel que, de forma específica le corresponde.

Hoy, me gustaría exponer, un tipo singular de comunicación familiar, que normalmente en el tiempo, va suscitando un ambiente de malestar, que se puede convertir al final, en un serio problema, para cuya solución se necesitará la ayuda profesional.

No es raro, o mejor, es relativamente frecuente, que en algún momento se hable de la educación de los hijos, así como de las diferentes fórmulas a manejar, para que ésta tenga éxito. Porque es cierto que carecemos, por lo menos al principio, de la formación de la pareja, de experiencia, además de que es, por todos conocido, que no existe un manual específico de, “como educar a los hijos”, de aquí, la preocupación de muchos padres. Normalmente se utiliza la orden directa: haz aquello, no hagas esto, eso está prohibido… quiero que vengas a tal hora, tienes que estudiar ya… vete a la cama. Y  así estaríamos un tiempo enumerando órdenes, como fundamento de la educación, les decimos lo que tienen que hacer, y cómo y cuándo deben hacerlo.

Como ejemplo pedagógico de lo expuesto una pareja, hace dos semanas aproximadamente, discutían en mi consulta sobre la actitud más o menos severa que se debe tener frente a los hijos, que, en este caso, eran tres niños entre siete y doce años. Él criticaba a su cónyuge, porque consideraba que era muy condescendiente, flexible y adaptable, que no sabía imponer su autoridad, a la vez que presumía, delante de ella, “los niños no ponen los codos en la mesa”. Y remataba su discurso, con la afirmación, “hay que enseñarles desde niños, hay que ser exigentes, pues todo ello redundará el día de mañana en beneficio de ellos”.

La madre se mostraba más tranquila, entendía que eran niños y que no se podía ser tan exigente, aunque también pensaba que hay que estar encima de ellos, porque de no ser así, al final se convierten en desordenados, descuidados y mal educados.

Ante esta situación, comenzamos a reflexionar sobre la educación, como acto de enorme responsabilidad, y que recae especialmente en los padres, aunque la familia, la escuela y la sociedad en general, tengan mucho que decir. Comentamos que el aprendizaje del niño se realiza fundamentalmente con la incorporación de modelos, y mucho menos por la recepción de órdenes. El niño con los años va madurando y desarrollando sus capacidades intelectuales, éstas le ponen en contacto con el mundo, con todo lo que le rodea, además de con su interior emocional, y así va a aprender a responder a cada estímulo, de acuerdo con los modelos de comportamiento que incorpore. Generalmente, asumirá los más cercanos, los correspondientes a: padres, abuelos, hermanos, amigos, etc., de tal forma que, el error de los padres, es el de priorizar la palabra al gesto, y de forma especial, despreciar además, o no tener en cuenta, su actitud frente a ellos, o frente a su vida, de tal forma que si deseamos que el niño no ponga los codos en la mesa, lo que no podemos es hacerlo nosotros. No podemos pedirles y menos exigirles, nada que nosotros no seamos capaces de dar u ofrecer continuamente. Un padre no puede pedir a su hijo que venga a tal hora, cuando él llega cuando quiere. No puede pedirle orden, cuando nosotros somos descuidados. No puede pedirle que coma adecuadamente y a una hora determinada, cuando nosotros pudiendo, no lo hacemos.

No se nos olvide que nos han aceptado, como modelos a imitar en todo, hasta en el toser, llorar o reír, por ello no les podemos pedir nada que nosotros no demos, si lo hacemos, los confundiremos, les desorientaremos, y al final les anarquizaremos, porque no saben qué mensaje aceptar como bueno, él que observan o el que le ordenamos.

Dentro de esta línea quiero destacar, otro hecho frecuente en consulta, se trata de aquellos padres autoexigentes, perfeccionistas, críticos, obsesivos, que amán y buscan la perfección, comportamiento que, sin querer, proyectan en sus hijos, demandándoles permanentemente, y recriminándoles o fustigándoles ante cualquier hecho, que no haya tenido la respuesta esperada. Les deseamos en los primeros puestos, queremos su perfección, esperamos ejemplos permanentes de autoafirmación.

Se nos olvida entonces que cada individuo para bien o para mal, dispone de unos rasgos de personalidad propios, que le hacen diferente al resto. Por este motivo, es un grosero error, el pretender que sean como nosotros queramos, si esto fuera así, les someteríamos a un profundo y grave sufrimiento, que les impediría o limitaría un desarrollo normal. No es como nosotros, porque cuenta con sus propios recursos, que nosotros inteligentemente debemos de apoyar, desde el más profundo respeto, para que cada día sea más Él.

Fuente: Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2023