Como un soplo de viento, en segundos, pude observar al llegar a casa a la hora del almuerzo, una conversación amable, cercana, y llena de emotividad, que mantenía una locutora con una pareja de ancianos, cuya impresión era de enorme tristeza, centré mi atención, puse oído al diálogo, y se trataba del análisis que la pareja hacia de su cuantiosa pérdida, con motivo del volcán de la Palma.

“Nos hemos quedado literalmente sin nada, disponíamos de una vivienda que habíamos pagado con mucho esfuerzo durante muchos años, una vivienda que nos proporcionaba calor y cobijo  frente al ambiente, cercanía, encuentros llenos de dulzura y cariño, descanso, recogimiento, lugar de encuentro con otras familias y amigos, y especialmente muchos recuerdos, son muchos años de vida plagados de hechos, amables y menos amables, pero todos ellos en su conjunto, dejan señales, que te permitan vivir de nuevo hechos lejanos que dan sentido a la realidad que vivimos. Pero todo se ha terminado, todo ha sido destruido, físicamente no queda nada, solo en la fantasía las imágenes que se remontan a nuestros inicios, en la edad del ímpetu, del empuje, de la juventud”.

Este relato intenso, profundo y amargo, nacido de las entrañas que impresionaban de desgarradas, estaba impregnado de llanto, de quejas, de un tono de tristeza, de un dolor tan profundo, que no permite sordina, porque no es fácil entender y digerir, que de un día para otro, se pase de un estado de cierto bienestar, con la expresión de que, “lo hemos conseguido, nos ha costado pero hemos podido llegar”, y bruscamente por un eructo de la naturaleza, grosero y malsonante, tan profundo como tenebroso, de tal forma que hace temblar hasta el cielo, se pase a no tener nada de nada, ni lugar donde cobijarse, ni aquellos entrañables vecinos con los que compartíamos infinitos momentos, ni lugares comunes, como el supermercado de todos, la iglesia de una mayoría, la farmacia, el centro de salud, el centro cívico, el estadio o lugar de encuentro especialmente de la juventud, cargado de sueños y de fantasía. Nada, no hay nada, solo desolación, soledad, polvo, cenizas, terruños como el carbón, y ningún otro ser vivo.

Esta desgraciada situación, que pude observar unos minutos, me trajo el recuerdo de un hecho de características parecidas, y que tuve ocasión de vivir en mi niñez. Un hijo adolescente de un amigo de mis padres, que vivían con cierta precariedad, se embarcó hacia el Brasil, en dirección del domicilio de unos familiares, esperando que el trabajo, del que no huía, le diera una situación económica más holgada, de la que haría partícipe a la familia que dejaba en España.

Eran años de postguerra y por tanto de miseria, y la esperanza era grande, por lo que aunque la despedida de la familia fue un baño de lágrimas, la esperanza era tan brillante, que se superó. Paso el tiempo, pasaron los años, y no parece que las noticias fueran alentadoras, aunque la esperanza jamás se perdía, pero la espera tiene un fin, y especialmente cuando el emigrante manifiesta que es incapaz de mantenerse allí, no solamente no ha encontrado ocasión de asegurar cierto bienestar, sino que las noticias que llegaban eran desalentadoras, se vivía peor que en su casa que en su pueblo, la miseria abundaba así como el maltrato. Tampoco supo responder el familiar, con lo que la desorientación era grande, y la tristeza teñida de añoranza también. Ayudado por algunos familiares, amigos y vecinos, el padre ya mayor, consiguió comprar un billete para su regreso, terminado el tormento que estaba sufriendo.

Junto con mi padre acudí a saludar al recién llegado, en la casa había más personas con el mismo fin, mi padre esperó por la relación de amistad que mantenía con la familia, y al encontrarnos, sentí una profunda impresión, era como otra persona, ojos escondidos en las cavidades orbitarias, cara mucho más morena y afilada, fruto de la pérdida de peso, las palabras le salían perezosas, con escasa conexión, no se movía, o no se podía mover de la parálisis del miedo que había pasado, y solo musitaba entre dientes con escasa claridad, gracias, gracias, cayendo lentamente unas gotas de agua de sus ojos.

“Ignoraba lo que es la soledad, lo que es sentirse y estar solo, sin lugar donde dirigirse, sin nadie que te de la mano, que te de un abrazo, o que simplemente te diga hola, no sabía que es sentirse nada, hasta sin recuerdos o con recuerdos borrados por el dolor, por la amargura, gracias a todos, gracias”.

Autor Dr Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2021