El 95% de los jóvenes entre 15 y 25 años, jamás han tenido un enfrentamiento violento con sus padres, por otra parte, los casos de violencia filio-paternal pueden afectar al 7% de las familias, familias generalmente de clase media o media alta, con la particularidad de que hemos asistido en los últimos 7 años, a un incremento de un 200%, de tal forma que las diligencias abiertas por la fiscalía de menores en España, se acercó en el año 2014 a los 5.000 expedientes, representando el 16% del total de los delitos cometidos por menores.

Se trata de jóvenes que en su mayoría no sufren trastorno mental alguno, hijos de familias acomodadas, y que normalmente refieren dentro de su cortísima historia, consumo de tóxicos, bajo rendimiento escolar con inasistencias reiteradas a clase, mentirosos y fabuladores, y dentro del entorno familiar, se muestran muy impulsivos, con enfrentamientos permanentes, roturas de objetos, y amenazas manipulativas e intimidatorias.

El 75% no sufren patología mental alguna, el medio en el que conviven, las circunstancias facilitadoras, y fundamentalmente la estructura y dinámica de la familia en la que se desarrollan, pueden ser en su conjunto el abono de su posible proceso. El resto, el 25% de los jóvenes violentos, sufrirían algún proceso emocional, como sociopatía, algunas formas de trastorno de personalidad, o algún proceso derivado de un cuadro de TDAH.

Generalmente, han nacido en familias que se alejan de lo que consideramos modelo, aquellas en las que los cónyuges, desde el diálogo, aceptación, respeto y fidelidad contrastan criterios en la búsqueda de un proyecto de vida en común, en las que cada miembro, tiene un papel específico al que responder, todos forman un equipo, los cónyuges son sabedores del protagonismo de los hijos, los tuvieron sin pedirles permiso, así como de sus muchas necesidades para la armonía de un equilibrado desarrollo.

Como contrapunto de esta familia considerada ideal, en este caso se pueden apuntar, tres tipos de estructura familiar, que potencialmente pueden propiciar el desarrollo de jóvenes violentos.

La familia “permisiva”, en la que se da como norma una excesiva complacencia, sin que nada impresione de inadecuado. Son familias, en las que cada uno de sus miembros dirige sus propios actos en ausencia de referentes, que no sean sus propios intereses. El contacto entre los diferentes miembros es formal y superficial, pueden ocasionalmente coincidir sin aporte alguno de afectos, sentimientos, proyectos, etc. La brújula del comportamiento tiene como guía el criterio personal de cada uno de los miembros.

La familia “rígidamente estructurada”, rigurosamente ordenada, inflexible, y cuyas normas exigen de un cumplimiento escrupuloso, en la que se marcan unos parámetros para cada acto, que los hijos, no tanto los padres, tendrán que respetar. No importa el motivo, circunstancia, asunto, etc., lo medular es el medio, la envoltura, el formato. No importa que lo pase bien o mal el hijo, el cumplimiento de un horario, de unas normas, etc., es lo que tiene valor. Todo está debidamente diseñado, todo responde a un esquema, rígido, exigente y al final demoledor, pues coarta la esencia del individuo, la fantasía, la imaginación, la creatividad, y la libertad.

La familia “anarquizada”, con estructuras asimétricas, sin referentes, sin objetivos, sin rumbo, cumple todos los requisitos de familia propicia para el ejercicio de este tipo de conductas violentas. En este medio el joven se desarrolla sin directrices, sin modelos a los que emular, crece y picotea de todos los itinerarios posibles, se dispersa perdiendo energía y con ello ganas e ilusión. No cuenta con apoyos, complicidades, referentes de los que aprender y contrastar opiniones. La soledad es infinita, la búsqueda alocada, desorganizada, improductiva y frustrante.

Las tres estructuras familiares puntualizadas, suponen normalmente el lecho donde se puede comenzar a dar forma el nacimiento de comportamientos, cuando menos alejados de la norma, y que irán con el tiempo adquiriendo cierta gravedad, hasta llegar a trasgredir incluso las normas más básicas.

El comportamiento apuntado puede comenzar por pequeños incumplimientos, que en principio impresionan fruto del capricho de la edad, enfrentamientos a la hora de ejecutar una mínima responsabilidad, baño, comida, vestirse, acostarse. Pueden posteriormente, entre 14 y 16 años iniciarse en el consumo de tóxicos, ausencia a clase, pobre rendimiento escolar, cierta promiscuidad sexual, así como enfrentamientos dentro del seno de la familia con intimidaciones, amenazas, destrucción de objetos, etc.

En este tiempo, los padres, pueden abandonar, alejarse, y dejar el tema en manos de la madre, siempre más cercana, flexible y comprensible, o iniciar un cambio brusco con la exigencia del cumplimiento de unos límites, que al no conseguirlo se propicia la presencia de más violencia, desorden y destrucción.

El final normalmente supone el abandono escolar, la huida sin explicación alguna de la casa familiar, la aparición de problemas legales de todo tipo, fundamentalmente referidos a robos, peleas, o problemas relacionados con la promiscuidad sexual, violencia física en casa, etc. El temor de los padres se hace cada día mayor, invirtiéndose al final la jerarquía del poder. El hijo gobierna la familia.

Surgen las dudas de una posible intervención policial, que siempre conlleva un incremento de los niveles de malestar insistentes, además de las normales dudas de lo adecuado de la decisión. Se trata de un hijo, se denuncia a un hijo y eso es en sí desgarrador, por otra parte, un proceso desgraciado y vivido vergonzosamente, se hace público, además existe el temor a la posible reacción violenta del hijo, que en muchos casos, por ejemplo, padres ancianos, se puede vivir con verdadero “terror”.

De aquí que como prevención, apostemos por un permanente protagonismo de los padres, en su ejemplo pedagógico, su cercanía facilitada por la complicidad, así como su constante diálogo, contraste de ideas y paciencia responsable, con personalidades cuyo código, el de los hijos, no tiene que coincidir con el nuestro, etc., son algunos de los ítems que propiciará la familia positiva, estimulante y constructiva.

No competir jamás, no imponer, no despreciar o ningunear, los hijos no tienen como objetivo darnos satisfacciones, no tienen por qué gustarnos lo que hacen siempre que sean consecuencia del tránsito por su itinerario, no vivir desde la lejanía emocional los afectos, se enseña con buenos ejemplos, nos imitan en todo, a través del diálogo que supone escuchar pacientemente y propiciar con humildad acuerdos.

Esta actitud familiar ha de completarse, ampliándose al resto de la familia y amistades cercanas, con las que se compartan confidencias, la cohesión es vital, no pueden darse rendijas, el joven como el niño las aprovechará en su beneficio, todos vamos en la misma dirección, de la mano, sin fisura alguna, todo se puede cuestionar, discutir o analizar, pero una vez llegado el acuerdo, hay que asumirle hasta el final, no hay rendición ni revisión, sólo la presencia de una contingencia extraña y casual, que cambie la arquitectura del acuerdo podrá exigir una reflexión.

El colegio debe ser otro referente, generalmente y por inercia se dedica más tiempo a los alumnos “buenos”, que a los que plantean problemas. Es un hecho inconsciente, al ser más rentable el esfuerzo, en este caso el profesorado ha de implicarse en el proceso, primero compartiendo información a propósito de la situación del joven, y segundo llegando a acuerdos con los padres que faciliten conductas positivas, y corrigiendo aquellas indeseables incluso antes de su nacimiento.

El colegio es el lugar donde, además de conocimientos, se ha de enseñar a vivir, a participar, a estar y a ser con los demás, cultivando los valores de solidaridad, amistad, lealtad, rigor, generosidad, etc., es muy importante una buena nota en física o química, pero lo es tanto más una buena nota en la asignatura de la vida.

Por último, la Administración debe mostrarse sensible ante este gravísimo problema, personal primero, en la medida que el protagonista es el individuo, y social después, porque su trascendencia va mas allá de la propia familia. Hemos comentado que en estos dos grupos de jóvenes, potencialmente violentos, coexisten algunos casos con problemas emocionales, junto a otros que no padecen enfermedad.

Parece pues que la respuesta no puede ser equivalente, por ello lo primero es la realización de un diagnóstico concreto por un equipo pluridisciplinario para posteriormente y dependiendo del caso iniciar la terapia adecuada.

Hoy que sepamos no se da este tipo de respuestas, pues carecemos de equipos formados y organizados para la atención de este tipo de patología social, tanto en los ambientes policiales, jurídicos como sanitario-sociales.

La respuesta que en la actualidad existe es ineficaz por lo dispersa, y en consecuencia poco adecuada, se carece de un protocolo específico, y por ello de una intervención uniforme, planificada e integral, desde la que se contemple la totalidad del desarrollo del proceso, así como la intervención de un equipo en el que se integren todos los profesionales específicos, amén de la participación de los diversos organismos implicados, de tal forma que se pueda dar una respuesta pluridisciplinaria, integral, e integrada dentro del marco de una red de  servicios sociosanitarios propios.

Resaltemos por ello la gran labor que se viene haciendo desde algunas  organizaciones,  y fundamentalmente desde diversas, asociaciones privadas, que en muchos casos nos están señalando el camino a seguir, tanto en el área de la prevención siempre eficaz, como en el específico del abordaje terapéutico integral de cada caso.

Fuente: Dr. Baltasar Rodero, Psiquiatra, Santander 2023