Ante la dificultad debemos tomar una decisión. Seguir adelante o rendirse. Albert Llovera es un ejemplo de superación.
Con el deporte lo que hacemos es multiplicar nuestras oportunidades en todo. Nos proporciona libertad y autonomía”, proclama Albert Llovera (Andorra, 1966), que lleva toda su vida compitiendo profesionalmente: esquiador, jugador de baloncesto y ahora piloto de ralis. Experto en superación. Próximo reto, el Dakar. Será su cuarta participación, la segunda consecutiva en categoría de camiones, con la marca checa Tatra.
“Es una carrera peligrosa del primer al último kilómetro”, describe. “Entre las etapas, la vida en el vivac también resulta muy complicada. Hay mucha arena y me cuesta desplazarme. Porque si en general es difícil manejarse con una silla de ruedas, en el Dakar ya ni te lo explico”
Llovera es parapléjico desde los 19 años. Acababa de comenzar una prometedora carrera como esquiador. Había participado en los Juegos Olímpicos de Sarajevo de 1984. Y aunque no obtuvo un gran resultado, la experiencia le sirvió de acicate: “Me di cuenta de que debía mejorar. Hablé con mi preparador y nos propusimos entrenar muy duro para regresar con opciones de victoria en unos Juegos”.
Al año siguiente, su trabajo le llevó a puntuar en pruebas de Copa de Europa, algo que ningún deportista andorrano había conseguido hasta entonces, y a participar en el Campeonato del Mundo de 1985 celebrado en Bormio (Italia). Ese mismo año, en una competición de nuevo en Sarajevo, su vida cambió para siempre: “Bajaba a 100 km/h cuando justo en la línea de meta se me cruzó un juez. El impacto fue muy fuerte. Se me abrió todo el cuerpo. Lo que más daño me hizo fue el esternón porque se me rompió de arriba abajo; las costillas del lado izquierdo, la clavícula de la derecha, el omoplato, una pierna…”.
“Si en general es difícil manejarse con una silla de ruedas, en el dakar ya ni te lo explico”
Albert perdió la movilidad desde el pecho hasta los pies. Sus primeros meses los pasó en el hospital Vall d’Hebron de Barcelona, y de allí fue a Estados Unidos. “Vinieron médicos de la NASA a conocerme. Buscaban perfiles como el mío: deportistas que hubieran tenido accidentes medulares. Me llevaron primero a Houston, donde tuve entrenamientos muy duros. Después fui a Virginia, donde jugué la liga americana de baloncesto en silla de ruedas y fuimos subcampeones”. Pero en un año estaba de vuelta en casa. Ni le gustaba EE UU ni el baloncesto. En Andorra estudió ingeniería gráfica y comenzó a trabajar en un despacho.
“Mi madre empezó a llevarme a todos los curanderos del mundo. Hice un montón de kilómetros en coche. Cien mil en un año, que es lo que recorro ahora. Me di cuenta de que conducía muy bien y que iba muy deprisa”, sonríe. En la conducción encontró sensaciones parecidas a las que tenía en la nieve: “El esquí y el automovilismo tienen mucho en común. Los movimientos son muy parecidos, para absorber los golpes y que no te desplacen; la visión es la misma, hay que fijarse en dos o tres curvas hacia adelante, para anticipar. Pero en lugar de pesar 70 kilos, manejas una máquina de 1.200 kilos. De eso hay que ser consciente”. En su caso, todo lo controla con las manos: acelerador, freno, cambio de marchas, dirección.
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