Hoy desde nuestro blog de Mindfulness, meditación y compasión en Santander, queremos compartir este interesante artículo en el que se hace hincapié en las diferencias entre los mencionados aspectos y la empatía.

Ponerse en la piel de los demás es un acto de generosidad. Sentir lo que otros sienten, compartir sus preocupaciones… Obama señala que «el gran problema de nuestra época es el déficit de empatía». Y el Papa Francisco denuncia «la cultura de la indiferencia», y propone «la globalización de la empatía». Sin duda, el mundo sería un lugar mejor si todos nos pusiésemos en el lugar de nuestro prójimo. ¿O no?

Los últimos hallazgos de la neurociencia demuestran que demasiada empatía puede alterar nuestro equilibrio emocional e incluso hacernos enfermar. Es un sentimiento tan potente que nos paraliza, nos hunde. ¿La solución? Hay que dosificarla. Y, sobre todo, hay que aprender a canalizarla.

No, no piense que para evitar los efectos secundarios de la empatía debemos convertirnos en unos egoístas redomados y hacer oídos sordos al dolor ajeno. Los tiros no van por ahí… La clave es convertir la empatía en compasión. Aunque antes conviene saber en qué se distinguen, pues no siempre está claro.

Olga Klimecki, investigadora del Centro de Ciencias Afectivas de la Universidad de Ginebra, explica: «A diferencia de la empatía, la compasión no consiste en compartir el sufrimiento de otra persona, sino que se caracteriza por sentimientos de calidez y cuidado del otro, así como por una fuerte motivación para mejorar su bienestar. La compasión es sentir algo por alguien, no sentir algo con alguien». En otras palabras, la empatía es pasiva (‘me apena tu pena’); la compasión, activa, porque nos impulsa a hacer algo positivo: consolar, ayudar.

Pero lo más fascinante, señala Klimecki, es que «la diferencia entre la respuesta empática y la compasiva en el cerebro es enorme, pues usan circuitos neuronales diferentes y se localizan en regiones cerebrales separadas». Gracias a la imagen por resonancia magnética funcional se han realizado numerosos experimentos tanto en animales como en humanos. Han pasado por el escáner desde monjes budistas entrenados en la meditación compasiva hasta psicópatas incapaces de sentir piedad o remordimientos.

Conexiones con el estrés. 

Las últimas pruebas de laboratorio sitúan el origen de la empatía en la ínsula y el córtex cingular anterior. Estas regiones son las mismas por las que ‘circulan’ el estrés y el dolor emocional. Están ubicadas en una parte primitiva de nuestro cerebro. Así que la respuesta empática es, en gran medida, instintiva, y no es exclusiva del cerebro humano. Cualquier mamífero es capaz de ‘agobiarse’ ante el sufrimiento de un semejante.

Por el contrario, en el caso de la compasión las regiones cerebrales que se iluminan como fuegos artificiales son la corteza órbito-frontal y las neuronas situadas en el estriado ventral. Se trata de regiones que están involucradas en la toma de decisiones conscientes. Y lo más llamativo es que no hay estrés ni dolor asociados a ellas. Al contrario, la sensación que producen es gratificante.

Para entender por qué la empatía puede desestabilizarnos primero habría que saber para qué sirve. Se trata de un sentimiento antiquísimo que nos ha acompañado durante la evolución, tanto al ser humano como a otras especies. Sentir lo que otros sienten nos hace reaccionar al unísono ante una amenaza. Nos mantiene alerta. Es una cuestión de supervivencia. Por eso, la empatía es contagiosa. Y, por eso, también la sentimos desde muy pequeños. Si un niño llora en una maternidad, al final lloran todos. La empatía, en el fondo, sirve para sincronizar a un grupo de individuos. Y así hacer que actúen de manera coordinada, por ejemplo para huir de un depredador.

Lo curioso es que el cerebro del bebé no diferencia si el dolor, la tristeza, el enfado o el miedo son suyos o son de otros. Y esa frontera sigue siendo ambigua y borrosa incluso en la vida adulta. Porque lo que nos conecta con los demás son las llamadas ‘neuronas espejo’. Y estas se disparan no solo cuando ejecutamos una acción, también cuando observamos esa misma acción ejecutada por otro individuo. Por eso, las emociones se propagan como un virus. Con el tiempo aprendemos a distinguir nuestros propios sentimientos de los ajenos, pero nos cuesta.

Y los experimentos demuestran que no estamos libres del riesgo de contagio emocional, porque nuestro cerebro primitivo no se detiene a pensar si lo que sentimos es ‘de primera mano’ o ‘reciclado’. Su prioridad es reaccionar lo más rápido posible porque puede estar la supervivencia en juego.

Como la empatía comparte los mismos circuitos del estrés, puede resultar agotadora, como bien saben los profesionales de las urgencias, los cuidadores y familiares de personas dependientes… La exposición continuada al sufrimiento de los demás puede desembocar en fatiga emocional y depresión. Desconectamos de nuestros propios sentimientos, incapaces de soportar la sobrecarga.

Monjes budistas

Tania Singer, neurocientífica del Instituto Max Planck de Estudios Cognitivos, de Leipzig, ha demostrado que una de cada cuatro personas segrega cortisol (la hormona del estrés) cuando ve a otra en una situación comprometida. Las manos sudan, se acelera el pulso… Y si el que lo está pasando mal es un ser querido, la reacción hormonal afecta al 40 por ciento de los observadores. Incluso si es un completo desconocido, la tensión se transmite al 10 por ciento.

Singer también ha comprobado que monjes budistas entrenados en el control de sus emociones pueden activar a voluntad el circuito neuronal de la empatía o bien el de la compasión. El primero les genera un estrés tan intenso que es difícil de soportar más de unos pocos minutos. El segundo les proporciona sentimientos placenteros de amor y recompensa.

Las aplicaciones de estos hallazgos son útiles en el tratamiento del estrés postraumático secundario. El personal hospitalario en servicios como oncología, cuidados paliativos, pediatría o geriatría lo sufre más que otros colectivos, contagiado por el contacto con pacientes en una situación vulnerable… ¿Cómo sobrellevarlo? Con una mezcla de esmero y desapego, concentrándose en el cuidado y bienestar de la persona que sufre, pero sin intentar meterse en su piel. Sabiendo que no se trata de compartir el dolor del prójimo, sino de aliviarlo.

Reacciones del cerebro.Los estudios realizados por Olga Klimecki, del Centro de Ciencias Afectivas de la Universidad de Ginebra, demuestran que en la empatía y la compasión se usan circuitos neuronales diferentes de regiones cerebrales separadas.

La empatía, a prueba

¿Por qué el ratón regala tarta? La empatía nos conecta unos con otros. También en el mundo animal. Los perros nos miran a los ojos para saber cómo nos sentimos. Pero la compasión va un paso más allá: convertimos el sentimiento empático en una acción altruista. Se han hecho experimentos con delfines, chimpancés y ratones. Peggy Mason, neurobióloga de la Universidad de Chicago, ha comprobado que un ratón puede liberar a otro que está encerrado en una jaula con la única recompensa de «la satisfacción de ayudar a un congénere». En otro experimento, un ratón al que se coloca ante dos jaulas una con un trozo de pastel y otra con otro ratón abrirá ambas y compartirá la tarta.

¿Por qué los bostezos son contagiosos? Un bostezo es una forma primitiva de empatía. Todos los animales bostezan, no solo los mamíferos, también los peces, pájaros, reptiles… El bostezo intriga a los científicos. ¿Cuál es su función? Una hipótesis es que el bostezo sirve para sincronizar los ciclos de sueño. Si alguien bosteza y los demás lo imitan, todos empiezan a tener sueño. «La sincronía es importante en la vida en grupo», explica el primatólogo Franz de Haal. Las especies nómadas se sincronizan: bancos de peces, bandadas de pájaros… También los humanos tendemos a la sincronía. Si caminamos con otra persona, adoptamos el mismo ritmo. Y los espectadores de un concierto aplauden al unísono.

¿Por qué tenemos vergüenza ajena? Sentir vergüenza ajena es una forma de empatía. Frieder Paulus, de la Universidad de Marburgo, ha sometido al escáner a decenas de voluntarios para conocer qué circuitos neuronales se activan cuando somos testigos de que alguien está haciendo el ridículo y ha demostrado que son los mismos que cuando compartimos el dolor emocional y el estrés. «La vergüenza empática es parecida a la preocupación que nos causa ver a un semejante expuesto a un peligro». En este caso, el peligro es la reacción del grupo ante alguien que rompe las normas sociales del decoro. El abochornado quiere que la tierra se lo trague, igual que los espectadores empáticos.

¿Llegan a empatizar los psicópatas?

Christian Keysers, del Instituto de Neurociencias de Ámsterdam, afirma que el nivel de empatía de cada persona puede modularse. En 2014, Keysers experimentó con psicópatas. El investigador midió la reacción de su cerebro ante la visión de fotos de personas que estaban experimentando dolor. Al principio, las regiones asociadas a la empatía mostraban una actividad mucho menor que en gente sana. Pero después les pidió que hiciesen un esfuerzo consciente por empatizar, y los resultados se aproximaron a los de la media. «Incluso cuando el estado normal de tu mente ante el sufrimiento de los demás es off, puedes encenderlo si lo deseas».

Por tanto, la empatía y la compasión se pueden ‘entrenar’ para conectarse emocionalmente a los demás, como ha demostrado Tania Singer con monjes budistas. Pero también para desconectarse. Del Paulhus, que estudia la triada oscura (narcisistas, psicópatas subclínicos y personalidad maquiavélica) en la Universidad de Columbia Británica, explica que un exceso de empatía puede ser contraproducente en profesiones como cirujano, abogado, soldado o entrevistador laboral.

Fuente; XL Semanal; Carlos Manuel Sánchez