Unos días de vacaciones en el Mediterráneo. Como en años anteriores, he pasado junto a mi familia unos días a orillas del Mediterráneo, su temperatura y especialmente su luz, son inigualables, recordemos que ya los romanos, la denominaron la costa de la luz.

En esta ocasión nuestro destino fue un hotel familiar, antiguo, situado en plena costa, y especialmente preparado para garantizar una estancia agradable, al conjunto de cualquier familia plural, singular por lo representativa, o clásica o extensa.

Disponía de un espléndido espacio abierto para paseos, además de recursos específicos, para entretenimiento de niños y mayores, ordenados por un equipo de animación, recursos por otra parte, abundantes en cantidad y calidad, salpicados de alguna novedad que hacía necesario para su uso, de una explicación previa, dada su complejidad.

Hemos oído en muchas ocasiones, que la familia como institución  lleva camino de desaparecer, dado que el número de hijos por mujer en España, es de 1,31, y el índice de reposición se sitúa en 2,05, también es corriente escuchar, que ha perdido su esencia, que la frialdad, lejanía y dispersión, se han instalado en la misma, desapareciendo la figura de la familia clásica, como grupo nuclear unido, que se comunica permanentemente, que comparte todo, que todos son cómplices de todos, y que la armonía, el afecto, el calor, la cercanía, el cariño, la mutua atención, los cuidados compartidos, son sus señas de identidad.

Por todo ello, a la luz y la temperatura citadas anteriormente, como típicas del Mediterráneo, y que siempre nos han atraído, en esta ocasión, tengo que saludar de forma efusiva y cálida, a la familia como institución social, además de señalar su contacto, su convivencia, y su cercanía como un factor más de felicidad, aspecto que singularmente cuidaba el hotel.

Es emocionante asistir, observar, ver en directo tanta alegría, tanto bullicio, tanta vida vibrante, tanta energía, tanto movimiento bello y armonioso, tanto afecto, amor, ternura y cariño.

Era un hotel que se vendía, que se publicitaba y ejercía, como un hotel singularmente familiar, respondiendo de forma expresa y clara, a la imagen que vendía.

Además, de ese ambiente en general, sano y agradable, observé dos situaciones especiales, que llamaron poderosamente mi atención, y que realmente me emocionaron. Una se refiere a una pareja de abuelos, mayores de 80 años, con los que en pocos días conseguí cierta cercanía y familiaridad, conversamos casi diariamente.

Estaban hospedados junto a sus tres nietos, de entre 14 y 19 años. Desde fuera daban la impresión de amigos, de iguales, compartían además del postre y del resto de platos, conversación, sonrisas, juegos y paseos, la niña, la más pequeña de los tres, más cercana a la abuela, y los nietos varones, más al lado del abuelo, jamás les abandonaban, ejercían de sombra de los mismos.

Era un enorme placer asistir al espectáculo tierno, cercano, humano, y lleno de cariño y complicidad, que los tres nietos por igual, propiciaban a sus abuelos, jamás los dejaban solos, les asistían en todo, y de forma especial, acercándoles del buffet sus preferencias, después de una explicación paciente y amorosa de su contenido. Dicen que la juventud tiene problemas, que ha perdido el rumbo, que se ha alejado de la vida ordinaria, que no entiende ni practica valores.

No estoy de acuerdo con esa simplista generalización, realmente hay jóvenes de todo tipo, y éstos que yo he visto y disfrutado junto a otras muchas familias, la conformaban jóvenes sanos, en la edad de la búsqueda de su identidad, en pleno desarrollo y explosión social, deseosos de vivir experiencias, llenos de energía y expectativas, comportándose como los más fieles, cariñosos, amables, tiernos y generosos,  gozaban con el trato cercano y lleno de complicidad con sus abuelos.

La segunda experiencia a la que asistí, casi fue de casualidad, porque era tan hermosamente sutil, su imagen, que se tenía casi que buscar. La formaban una pareja de gais, dos hombres de entre 30 y 40 años, que cuidaban una niña, que no tenía más de un año, eran tres pero como si fuera uno solo, juntos, siempre sonriendo, siempre animados y activos, regalándose continuamente con caricias y gestos, llenos de amor.

Tenían un lugar dentro de la explanada del hotel, donde se refugiaban, donde mantenían a la niña alejada del ruido, y de los posibles contratiempos de empujones de otros niños. Su vida en común era enormemente rica, plena, llena del amor más sincero y puro, como así eran los cuidados que prestaban a aquel ángel, lleno de alegría, revoloteando permanentemente como un pájaro.

Reviví sin querer, la ternura de los sentimientos que me unieron a mis hijos cuando eran niños, la dependencia, la cercanía, la protección y vigilancia, el amor efusivo, cálido y voraz, con el que posteriormente tanto he soñado y añorado, y sin quererlo ni buscarlo, de forma espontánea, se ha reproducido, con el mismo vigor frente a mis nietos, únicos, como todos los nietos para sus abuelos.

Cuando salí de casa buscaba descanso, ausencia de estímulos extemporáneos, paz, sosiego dentro de un ambiente ordenado e incentivador, envuelto todo ello, por la luz poderosa y brillante del Mediterráneo, y de su agradable temperatura junto al mar, puedo decir que lo he encontrado, y que además lo he disfrutado junto a mi familia, no se puede pedir más, que la salud nos permita poderlo repetir.

Fuente: Dr Baltasar Rodero. Psiquiatra. Julio 2019