Si usted aún cree que lo puede controlar todo en su vida, este es el artículo que debe leer, porque los estudios científicos especializados en neurología y psicología siguen aportando información acerca de cómo reacciona nuestro cerebro y cómo nos hace sentir sin que nosotros podamos hacer nada al respecto. Nuestra masa gris es susceptible de experimentar lo mismo que otra persona simplemente con la mera observación y el procesamiento de imágenes, como se demuestra en la reciente investigación coordinada por el doctor Neil Harrison de la Universidad de Sussex, en Reino Unido. En ella, un grupo de personas vieron diferentes vídeos de actores que colocaban sus manos sobre fuentes de mucho frío. La temperatura corporal del espectador bajaba, al instante, unos grados. ¿Magia potagia? No exactamente.

“Hay una fase inicial de la empatía que se denomina contagio emocional; y que, en muchos casos, se produce de forma automática e inconsciente. Se manifiesta cuando imitamos, por ejemplo, las expresiones faciales, la voz, las posturas y los movimientos de otra persona. Es como si nos sincronizáramos emocionalmente con ese individuo”, afirma Pablo Fernández-Berrocal, catedrático de Psicología de la Universidad de Málaga y fundador del Laboratorio de Emociones de dicha institución. «De hecho, y de forma innata, el ser humano imita lo que hacen los demás: sonríe si los otros sueltan carcajadas, se entristece si los demás lloran, aprende reproduciendo lo que dicen y hacen quienes le rodean”, apunta Eduardo Punset en su último libro El viaje a la vida (Ediciones Destino). Las culpables de esta especie de efecto dominó emocional son las famosas neuronas espejo, descubiertas los científicos Iacoboni y Rizzolatti, primero en los monos y después en los humanos.

Tanto poder tienen estas neuronas para imitar lo que vemos y percibimos que, según cuenta el neurocientífico Francisco Mora Teruel en su libro Neuroeducación (Alianza Editorial), «un niño con tan solo 42 minutos de vida es capaz de hacer coincidir de alguna manera gestos propios con los que observa, como sacar la lengua o abrir la boca”. Este hecho, según el propio experto, indica que “a esas edades el cerebro ya posee circuitos neuronales que, activados por contemplación permiten sincronizar actos motores propios con actos producidos por otro ser humano, es decir, circuitos neuronales que unen sensación con acción”.

Entonces, ¿se podría decir que las emociones son irremediablemente contagiosas? “No al cien por cien. Pero sí existe un lenguaje inconsciente que se comunica y se mimetiza. El cerebro detecta un estímulo en el mundo que nos rodea; en el caso de los humanos, a través de la cara, donde aparecen al menos las seis expresiones emocionales básicas o universales (alegría, ira, sorpresa, miedo, asco y tristeza). Esto es detectado por nuestro cerebro emocional, que reacciona acorde a ello”, explica el propio catedrático de Fisiología Humana en la Universidad Complutense de Madrid, Francisco Mora. En efecto, copiamos las sonrisas.

1. La alegría: un bien laboral

Han sido muchas las investigaciones en las que se ha demostrado “el contagio” inconsciente de la alegría. Una de las más recientes fue la que coordinó el científico Guillaume Dezecache para la Escuela de Neurociencias de París, en la que se descubrió que la alegría no solo funcionaba en una relación de tú a tú, sino que esa transmisión inconsciente también se produce de una persona a otra a través de un intermediario. Que la alegría corra como la pólvora supone que un individuo jocoso pueda, por sí solo, contribuir a un buen ambiente de trabajo en la oficina. “La emoción, si se despierta adecuadamente, es poderosa. Es como fuego, y hay personas capaces de encender esa impresión en otras en las que se encuentra apagada o de la que solo restan brasas”, afirma el doctor Mora Teruel.

2. La generosidad: si usted da, él da

En ocasiones, basta un mayor positivismo en nuestra conducta para potenciar la estima de alguien, y en otras, incluso, para sacar lo mejor del carácter ajeno por muy oculto que parezca a priori. Así lo reconoció la psicóloga Sonja Lyubomirsky, profesora de la Universidad de California Riverside y autora del libro Los mitos de la felicidad (Ed. Urano), cuando junto a sus colegas Joseph Andrew Chanchellor, David Funder y Kate Sweeney, descubrió que la generosidad de unos pocos en el ambiente laboral conseguía irradiar a nivel general un buenrollismo de forma automática. Observaron la interrelación entre los compañeros que eran amables, los que recibían ese trato positivo y quienes simplemente observaban. Y vieron que tanto los receptores de las buenas acciones como los observadores pasivos comenzaron de manera espontánea a ser más generosos con los demás, incluso semanas más tarde de que acabara el experimento. Para los científicos, la conclusión fue clara: lo bueno también resulta tremendamente inspirador para otros.

3. El miedo: saltan las alarmas

Por desgracia, esta empatía emocional no hace distinciones, y al igual que “contagia” lo guay, también lo hace con lo no tan guay. «El miedo, pongamos por caso, cuando nos invade activa todos los órganos y sus sistemas, aumentando la respiración y la frecuencia cardíaca, la liberación de adrenalina y la contracción de los músculos”, explica el doctor Mora. Pero además, segrega una sustancia en nuestro sudor, solo perceptible para el cerebro, que emite una vibración de alerta a los que están cerca. Según el estudio que dirigió Jasper H. B. de Groot de la Universidad de Utrech, el miedo y los disgustos son capaces de transmitir señales químicas que envían mensajes de alarma a los demás. Por otra parte, “la investigadora Tania Singer –como apunta el doctor Fernández-Berrocal–, ha mostrado que cuando vemos discutir a una pareja nos estresamos de una forma similar a la que se origina cuando somos nosotros los que discutimos. Esto se refleja a nivel fisiológico en el aumento de la concentración de cortisol, la hormona del estrés”.

Pero que nadie se asuste porque, al fin y al cabo, este sofisticado sistema empático es una especie de defensa. “Las emociones son un sistema de adaptación al medio; un sistema muy rápido, diseñado para que no tengas que pensar en ellas. De alguna forma, nos permiten sobrevivir en miles de situaciones cotidianas”, comenta el catedrático de la Universidad de Málaga. Lo importante, en cualquier caso, es marcar cierta distancia con la situación para poder regular de alguna forma toda la información que nos llega. “El contagio emocional no garantiza que seas consciente de lo que piensa o de lo que le ocurre a otra persona, solo que sientes algo parecido. Esta falta de toma de perspectiva del otro podría provocar en algunas situaciones más confusión y malestar que un estado empático. Una persona muy empática que no sabe regular sus emociones puede tener muchos problemas en su vida personal y profesional porque puede verse desbordada por las de los demás”, explica Fernández-Berrocal, autor de, entre otros, Manual de Inteligencia Emocional (Ed. Pirámide).

Así, mientras superamos fórmulas obsoletas en el currículum vítae, como especificar el estado civil o incluso el año de nacimiento del demandante de empleo, toca reivindicar informaciones más útiles para jefes y compañeros, como puntuar, del 1 al 10, su grado de tendencia a la alegría (contagiosa).

Fuente: El País. Buenavida. Teresa Morales García